domingo, 29 de julio de 2012

Perdido en Ramadán


©RM Judería de Jerusalén


Hoy os voy a amenizar esta historia con algo de música de Beach House, que fue el último grupo que vi en concierto antes de empezar mi periplo por el Oriente Próximo, los vimos en Biarritz cuatro días antes de marcharme, un conciertazo: 

http://www.youtube.com/watch?v=prhI9mrB4So 

En este lado del mundo, la mayor parte de la gente lleva ya casi una semana sin probar bocado, desde que amanece hasta que anochece. No sólo eso, sino que tampoco les está permitido beber líquido alguno. Y dicen que nada de sexo. Y no, no se trata de que los recortes de Rajoy hayan llegado hasta Jordania, ni de que Gallardón haya iniciado otra cruzada moral. Ni siquiera que Andreita Fabra haya dicho “que se jodan los pobres, yo me como todos los pasteles…” Es algo que dura 30 días y que se llama Ramadán. Eso sí, en cuanto oscurece las reuniones familiares y de amigos se multiplican para celebrar la gran comilona. Todas las noches. Me cuentan que es como una Nochebuena que durase 30 días seguidos. Hay incluso regalos. ¿Os lo podéis imaginar? Si a la mayoría de nosotros ya la idea de dos noches así en una semana nos resultan difíciles de digerir… Y es verdad que las calles de Ammán, o más bien sus carreteras, están estos días extrañamente tranquilas (si tenemos en cuenta la furia con la que conducen habitualmente mientras hablan sin parar por sus móviles). Estos días hay muy poco tráfico, la mayor parte de restaurantes y bares están cerrados durante el día y la gente funciona a menos revoluciones. La comunidad internacional me cuenta que en sus trabajos la mayor parte de la gente tiene horarios especiales para ajustarse a las necesidades del Ramadán y que ellos se retiran discretamente a comer para no llamar la atención ni herir sensibilidades. Un poco como lo que pasa en España cuando hay fútbol, que a todo el mundo le resulta natural que la gente se coja tardes libres. Siempre me imagino lo que pasaría si yo me cogiera una tarde libre para ir al cine o ver la entrega de los Oscars… En fin, es lo que tienen las religiones y los deportes, como sabéis santos de mi devoción (y nunca mejor dicho). Por cierto, que gracias al Ramadán nos hemos quedado casi sin agua en casa. Resulta que en Jordania, como os podéis imaginar, el agua escasea. Y mucho. Así que la gente normal, la de a pie, se tiene que conformar con un suministro siempre pequeño. Sin embargo, en las casas de los internacionales, como en la que yo vivo, no solamente hay guardias en las entradas para protegernos de posibles revueltas, atentados y demás, sino que hay un suministro continuo de agua corriente. Para que nos sintamos como en Europa. Menos en Ramadán. Como todo funciona a medias durante este mes porque la gente vive en continuo agotamiento (es lo que tiene no poder comer ni beber desde las 4 de la mañana hasta las 8 de la tarde y luego darse un festín todas las noches) pues resulta que los del ayuntamiento, encargados de traer el agua a nuestro depósito, sólo han traído una mínima cantidad, así sin avisar, y sin decir cuándo volverán con más. Así que andamos en casa sin poder ducharnos, llenando el lavabo para hacer nuestras abluciones diarias, esperando cada día que la cisterna del báter no se seque… Quizá sea bueno ir acostumbrándonos para cuando en España no se pueda uno pagar ya la cuenta del agua y de la luz y volvamos a la posguerra
©RM Ammán al atardecer


Pero regresemos a Israel, o mejor a Palestina, tras mi llegada, cuando aún nos alojábamos en el hostal de la “granny”, cerca del auténtico Portal de Belén. Mi primer contacto con la religión musulmana fue al escuchar la llamada a la oración a eso de las 9 de la noche. Las primeras veces resultaba muy exótico. Luego te das cuenta de que también suena sobre la 1 del mediodía, y creo que sobre las 4 de la tarde. Y ya piensas, “bueno” y sigues con lo que estás haciendo mientras la grabación se reproduce con altavoces desde los minaretes con luz de neón verde (color del Islam, el verde, no el neón). Pero es que una noche me desperté a eso de las 3 y media de la mañana con la dichosa llamadita a la oración. Lo raro es que no la hubiera oído las noches anteriores, debía estar agotado. Pero lo peor fue que a eso de las 8 de la mañana me despertó el sonido de… ¡las campanas de una iglesia católica que había cerca! ¡Dios mío –pensé- ahora sí que estoy en la cuna de las civilizaciones… religiosas! Y son tan pesadas las unas como las otras… Si yo lo único que quiero es dormir, que es domingo y mi único día libre de toda la grabación…

Y claro, luego está la otra gran religión de la zona: la judía. No sé si habréis oído en las noticias últimamente que hay un gran revuelo en Israel porque el estado está pensando en obligar a los ultraortodoxos extremos a cumplir con el ejército, como el resto de los ciudadanos, que cumplen tres años ellos y dos ellas. Y yo, ya sabéis, no soy amigo de ningún ejército ni mucho menos de que sea obligatorio. Pero es que el motivo por el que esos hombres de negro están exentos es simplemente… ¡porque dedican toda su vida a estudiar la torá, o sea, la biblia judía! Y no sólo eso, sino que debido a tanto estudio teológico no pueden ni siquiera trabajar y son sus mujeres las que lo hacen… de por vida. Y como generalmente tienen del orden de 6 ó 7 hijos, pues el gobierno les tiene que dar subvenciones y becas para que sigan tan plácidamente viviendo la vida espiritual que han elegido. Claro, no pagan impuestos, no contribuyen a la seguridad social y encima reciben todo tipo de ayudas. Así que la parte laica del estado israelí está hasta el moño de pagarles todo a estos píos estudiosos. Y parece que están empezando a rebelarse. Ellos se defienden diciendo que forman “el ejército de Yahvé”… La verdad que miedo sí que dan, con sus levitas y sombreros negros, las barbas canas, los rizos por delante de las orejas (eso es lo
©RM Árabes judíos o Judíos árabes, también los hay

 peor, lo confieso) y los ojos metidos en las cuencas de una expresión cadavérica. No sonríen, se lo debe prohibir su religión. Y claro, nunca hablan con los que nos son como ellos. Por las juderías de Jerusalén vi escenas que podrían haber sido sacadas de hace siglos, callejones que no han cambiado, hombres al otro extremo vestidos igual que sus tatarabuelos… ¿Qué pensarán de la ocupación, de las tierras palestinas que han robado y de la tortura en la que han convertido las vidas de sus habitantes? Pues parece que hay gustos para todos. Los más extremistas piensan que no se debería llevar a cabo la ocupación hasta que llegue el Mesías, entonces sí. Los siguientes parece que piensan que el primer paso para la llegada del Mesías es la ocupación de la Tierra Prometida, así que los que ya estuvieran allí que se aguanten (“que se jodan”, como diría la Fabra, lo sé, no puedo evitarlo). Y luego hay otros muchos que no saben o no quieren saber o saben y no les importa. Porque viven muy bien. Porque les llegan subvenciones de todo el mundo, principalmente de EEUU y de la UE (acabo de leer que los americanos van a dar no sé 
©RM Las cúpulas de Jerusalén

cuántos millones al ejército israelí), para resolver los entuertos que ellos han creado y lavar sus conciencias. Y así sigue todo, los israelíes gobiernan, ocupan, aterrorizan. Y los palestinos sufren y se aguantan. Algunos luchan. Como los niños. Pero entonces los meten a la cárcel por tirar piedras, a veces con 10 años, con 12, con 14 o con 16… Los juzgan en cortes militares, sin pruebas ni testigos, y los condenan a penas que dependen de si confiesan o no. En este último caso suelen pasar más tiempo detenidos, para así evitar que los siguientes hagan lo mismo.

Las primeras familias que visitamos, en los días previos al rodaje, fueron las que más me impresionaron. Yo siempre he sido de lágrima fácil (lo he debido heredar de mi aita, que lloraba el pobre hasta con “Heidi”) y reconozco que hubo dos momentos en los que tuve que retirar la mirada. En ambos casos fue con madres de estos niños que habían sido detenidos. Cuando llegabas a sus casas lo primero que hacían era recibirte con un “welcome” que estaba siempre dispuesto a salir de sus bocas. Fue mi primer contacto con la cultura palestina y me inició en la forma de ser de una gente cuyo máximo orgullo es la hospitalidad. La cantidad de veces que he oído esa palabra desde entonces. Luego te ofrecían café y té y a veces galletas o pastas. También insistían en que te quedases a comer. Y estamos hablando de familias que difícilmente pueden alimentarse a sí mismos. Las madres nos contaban los detalles de cómo el ejército israelí entró en sus casas en mitad de la noche para llevarse a sus hijos (lo más parecido a un secuestro legal que he oído), destrozando las casas entretanto. Teníais que ver los ojos de esas madres cuando nos lo contaban, estaban llenos de frustración y también de resignación, pero a la vez conseguían mantener una sonrisa increíblemente tierna. En un par de ocasiones, cuando me decían lo que les habían hecho a sus familias, a sus casas, no pude evitar decirles “tienes una casa muy bonita” o “tienes una familia estupenda”, a lo que ellas invariablemente me contestaban: “Y tú tienes unos ojos muy dulces.” Aunque me imaginaba que era una expresión árabe de agradecimiento, tenía que apartar la mirada porque veía que se me saltaban las lágrimas. Eran loables sus esfuerzos por mantener sus hogares impecables y sus familias unidas, a pesar de las terribles circunstancias en las que viven. En un momento concreto del rodaje, mientras grabábamos una de las entrevistas, una de esas madres se echó a llorar cuando menos lo esperábamos (también es verdad que no entendíamos lo que nos decía hasta que la parte palestina de nuestro equipo nos lo traducía). Ninguno de nosotros fue capaz de reaccionar para captar ese primer plano que tanto adora la pantalla. Nos quedamos petrificados. Pero nunca se me olvidará la mirada de esa madre que sufría por su hijo…

©RM El Books Café de Ammán

Continuaré con esta historia en mi próxima entrega, pero ahora para romper el dramatismo os contaré que me he venido a escribir esto al Books, ese café moderno, semi gay de Ammán, que claro, es de los pocos que sigue abriendo durante el Ramadán. Y os puedo contar que hoy, sábado al mediodía, aquí no se reúne sólo la comunidad internacional. Aquí hay muchos árabes que, obviamente, no mantienen el ayuno. Así me gusta. Y yo, mientras tanto, celebrando en solitario mi quinto aniversario de boda. Menos mal que esta mañana he conseguido hablar con mi marido por teléfono (la conexión a internet también nos está fallando y hacía días que no hablábamos, ¿será por el Ramadán?). En cuatro días está aquí para visitarme (no nos hemos visto en casi dos meses) y nos iremos a descubrir Petra. Más o menos a la vez, el mundo entero recordará el 50 aniversario de la muerte de uno de los mayores iconos del siglo XX, la rubia entre las rubias, la que hizo mundialmente famosas las iniciales MM, un lunar falso, unos labios carnosos y unos ojos miopes. Era además, una gran actriz. Aunque muchos no lo hayan descubierto aún. Su silueta y su pelo platino siguen apareciendo en publicidad, en carteles, pósters, postales, películas… Te la encuentras donde menos te lo esperas. Va por ti, Marilyn. ¡Salud!

Guapa como ella sola

Única    

Sensual, frágil

lunes, 16 de julio de 2012

¿En tierra santa? Permítame que lo dude…



©RM Mezcla en el mercado de Jerusalén


(banda sonora oficial de la entrada de hoy: Mando Diao con su "Gloria", para darle un poco de caña)

Nada  más montarme en el avión me vi sumergido en una marea de familias israelíes, todas con varios hijos y cada uno de ellos con sus correspondientes maletas (sí, he dicho maletas, no equipaje de mano). Entre tanta familia había varias ultraortodoxas, ésas que se caracterizan (aparte de por la cantidad de niños que procrean, algo casi propio del Opus) porque ellos se dejan los rizos largos por delante de las patillas, así para que cuelguen por debajo de sus amplios sombreros negros (tipo cordobés). Ellas, las que no llevan la cabeza cubierta por un pañuelo anudado a la moda de los 70, cubren su pelo con pelucas. Sí, ése es su secreto, no es que todas ellas tengan un penoso pelo sin brillo ni matiz, cortado por el peor enemigo de sus madres, es que por humildad se pasan la vida con peluca (lo que debe hacer maravillas por su cuero cabelludo, el real). El caso es que para cuando llegué a mi asiento tuve que vérmelas y deseármelas para escurrir mi exigua bolsa de viaje (la de mano) en un hueco diminuto. A lo largo de todo el viaje, sin exceptuar un simple minuto, había algún niño llorando. La comida vino acompañada de su debido certificado de ser auténtico “kosher”, es decir, que cumplía las exigencias judías de no mezclar los cárnicos con los lácteos (ni sus vajillas). Pero estaba buena, lo reconozco. 

Y así de agradablemente llegué al aeropuerto de Tel-Aviv, donde antes incluso de recoger mi maleta ya tenía adjudicada a mi propia “agenta de aduanas” (flipo, no me lo marca el corrector de Word). Esta vez no se parecía a la cerdita Peggy, era mucho más adusta y, desde el minuto 1 me dejó muy claro que no se creía ni patata de lo que le estaba contando. Me preguntó una y otra vez qué iba a hacer en su país, por qué no podía darle el nombre del hotel en el que me iba a quedar y, sobre todo, por qué no venían mis amigos a buscarme al aeropuerto. Ésta no se fijó mucho en mi edad, pero creo que se pensaba que quería entrar en su país para vagabundear… Y claro, es que mi billete de avión tenía la vuelta para más de dos meses después. Y por mucho que le conté que sólo me quedaba dos semanas en Israel y que el resto lo pasaba en Jordania en casa de mis amigos diplomáticos, ella a lo suyo, que consistía en preguntarme repetidamente los apellidos de mis amigos y cómo iba a llegar hasta Jerusalén yo solito desde el aeropuerto. Menos mal que tenía ya un plan que me había elaborado mi marido (yo no había tenido ni tiempo, tanto preparar el proyecto y mis coartadas), según el cual en el mismo aeropuerto cogería un taxi compartido y por unos 50 shekels podía llegar hasta el punto de encuentro con el resto del equipo (al parecer el único al que te llevan desde el aeropuerto en Jerusalén este, zona palestina, y es que incluso esta ciudad aparentemente santa está dividida por motivos político-económicos).

Total, que el resto de pasajeros de mi avión ya había pasado y allí estaba yo, solo frente a mi “agenta”. No me quiero ni imaginar lo que será si tratas de entrar en el país para trabajar… Estaba claro que mi historia como turista no le convencía y en breve se le unió un policía secreto al que sólo le interesaba cuánto dinero llevaba encima. Pero no, no escondía ninguna intención de soborno. De pronto, sin más ni más, mi agenta me selló el pasaporte con un rápido movimiento de muñeca y me dejó pasar, así, sin explicaciones. Pero al salir de allí, mientras trataba de recoger mi maleta solitaria, me esperaba otro agente de aduanas, diseñado especialmente para mí, ya que hablaba perfectamente español con acento latino. Así que vuelta a empezar con las explicaciones. Pero éste debía tener ganas de marcharse y no insistió demasiado. Así que las puertas de Israel se abrieron ante mí y respiré hondo. Enseguida me vi montado en mi taxi compartido (sherut). Viajábamos 9 personas: un par de mujeres judías (también se las distingue porque visten como ursulinas o simoninas, de nuevo las analogías entre religiones, con la moda que Laura Ingalls desechó de pequeñita por rancia), cinco hombres ultraortodoxos con sombrero, un israelí laico y yo, el único occidental. Uno de los hombres con sombrero de ala ancha (muy mayor, parecía que le habían pegado una paliza o que se había bebido una botella de ginebra) me pidió de malas maneras que le dejara el móvil. Y la verdad, que ante las tarifas internacionales empezando a 3 euros el minuto, ni me lo pensé. Y así empezó la ruta, mucho campo abierto con luz de atardecer salpicado de coquetas urbanizaciones de casitas color ocre. La entrada en Jerusalén no fue tan idílica: barrios hacinados donde Almodóvar podría haber rodado sin problemas “¿Qué he hecho yo para merecer esto?” Por las calles de barrios obviamente ultraortodoxos sólo se veían sombreros negros y pelucas. Las únicas mujeres que llevaban el pelo a la vista (eso sí, con horquillas hacia atrás o con coleta) eran las niñas. Todas ellas con medias y manga larga en pleno junio, temperatura rondando los 30º, para no incitar. Incluso vi a una madre con una silla de niños cubierta por una caja de cartón enorme… ¡debajo de la cual salían las piernecitas de un niños! (Dios mío, pensé, hereje de mí, ¿dónde me he metido?) Enseguida me di cuenta que yo iba a ser el último del taxi en ser llevado a su destino, así que me resigné y empecé a disfrutar con ese anti-exotismo tan radical. Por fin llegué al American Colony Hotel (5 estrellas, no, no nos hospedábamos allí), donde me esperaban mi amiga Raquel, impulsora del proyecto, y Carlos, el dire de foto (tres bilbainitos de pro perdidos en Israel). Tras los saludos de rigor nos fuimos a nuestra base en Beit Sahour, un pueblecito próximo a Belén, donde según la leyenda nació el niñito Jesús. Claro, que antes de llegar tuvimos que pasar por mi primer checkpoint.

©RM  El auténtico Portal de Belén


Un checkpoint es como una especie de control o frontera militar del ejército israelí que controla los movimientos de los palestinos en su propia tierra, Cisjordania, ocupada por los israelíes, junto con Gaza, desde 1967. En 1948, (seguramente para lavarse la conciencia de lo que había pasado durante el Holocausto, entre otras muchas razones) la ONU decidió favorecer la creación del estado israelí. ¿Y qué pasaría con los que ya vivían allí…? Uno de los conflictos más complicados e inacabables de la historia reciente acababa de dispararse. Hoy en día Israel ocupa no sólo lo que le dieron en 1948 sino también lo que cogió en 1967. Y los ciudadanos palestinos tienen que vivir de prestado en sus propias tierras (eso los que no se fueron del país). Un gran muro separa los territorios de manera absurda y todos los movimientos están controlados por el ejército (que por cierto, es obligatorio, dos años para ellas, tres para ellos). Así que, bajo el mandato israelí existen tres clases de ciudadano, o mejor dos, porque la tercera es la de los “no ciudadanos”: los de primera categoría son los israelíes de pleno derecho (judíos religiosos o laicos); los de segunda son los palestinos con pasaporte israelí, cuyos movimientos están restringidos por las decisiones aleatorias del soldadito (o soldadita) de turno. Y por fin están los palestinos sin pasaporte, son los “no ciudadanos”, los que no tienen derechos y necesitan permisos especiales para cada uno de los checkpoints, que tienen que cruzar en infinidad de casos para ir a trabajar, al colegio o a los hospitales. Y claro, pagar por cada permiso también. En general se dice que el muro separa a israelíes de palestinos. Algunos palestinos nos dijeron que en realidad separa a palestinos de otros palestinos (familias a las que ni siquiera pueden ir a visitar). A los checkpoints te acabas acostumbrando, sobre todo si estás todo el día viajando y tienes que pasar por 4 ó 5 al día. Además, como extranjeros, por lo general te dejan en paz. Todo depende. A la monstuosidad que es el muro no sé si llegué a acostumbrarme. 

Pero volvamos a Beit Sahour y nuestro pequeño hostal allí. Lo llevaba una amable ancianita a la que enseguida cogimos cariño y a la que llamábamos afectuosamente “granny”. Era muy pequeñita y nos miraba siempre hacia arriba, sin entender ni la mitad de lo que le decíamos. Y su principal obsesión era… que comiéramos muchos huevos en el desayuno. Todos los días. Cuantos más, mejor. A veces, incluso salía a despedirnos a la puerta por las mañanas, cuando nos íbamos a rodar. Su hostal pertenecía a la Asociación de Ayuda a las Mujeres Árabes. Granny era cristiana, así que no llevaba ningún tipo de velo ni turbante ni peluca. De hecho, en Beit Sahour y en Belén había una gran comunidad cristiana, me imagino que por cercanía al pesebre.

©RM  Aquí derramó su leche la Virgen


Al día siguiente a mi llegada me llevaron a ver el Portal de Belén, el de verdad. O eso dicen. Yo, como soy ateo, agnóstico y hereje, me remito a las pruebas. Lo que allí había era una bonita iglesia, con un sótano (lleno de dorados, algo tendría que decir al respecto nuestra querida Chus Lampreave) donde en un agujero como de chimenea decían que había nacido Jesús. Yo lo único que vi fue la espalda de una mujer arrodillada que limpiaba incesantemente (creo que había algo que se podía besar, ¡¡¡puaghhh!!!). A la vuelta de la esquina había otra iglesia, más discreta, donde dicen que la Virgen dio de mamar al niño y donde (hasta qué punto pueden llegar algunos “detalles históricos”… ¡Qué memoria tienen algunos!) parece ser que se le escapó ese chorrito de leche que tantas veces se ha representado en la historia del arte. En fin, nunca pensé que pisaría Tierra Santa. Ni que me impresionaría tan poco, al menos espiritualmente. Y ahora, seguro que por contar todo esto ya me he ganado el infierno, donde seguramente me las tendré que ver con Rajoy, o con Andreita Fabra (jodida ya para entonces eternamente a pesar de su familia, sus prebendas y sus loterías)  ¡qué aburrimiento! Están empeñados en devolvernos a la España ésa de la posguerra y la miseria que mi abuela recordaba con tanta aprensión, llena de hambreanalfabetismo e insalubridad. ¿Se dedicarán también a inaugurar pantanos? Mira que igual eso traía trabajo…

La Chus Lampreave
Miseria que vuelve

Mientras tanto yo escribo esto sentado en una terraza de Ammán, tomando una bebida no alcohólica, en un descanso de la preparación del montaje de nuestro proyecto, escuchando música árabe y rememorando mi primera impresión de Israel. La calle donde estoy se llama Rainbow Street y es la única, probablemente en toda Jordania, donde existe un local cuyo dueño es abiertamente gay y donde, al parecer, se reúne la reducida comunidad gay internacional que aquí habita. ¿Será coincidencia lo del nombre de la calle?

©RM  No es San Francisco, sino Ammán


domingo, 8 de julio de 2012

Lejos de la tierra



 ©RM
Dos jordanos muy naturales... Todos no son así
Hoy no puedo decir eso de “Bilbao 2012, año del fin del mundo”. Simplemente porque no estoy en Bilbao. Llevo casi un mes fuera de mi tierra y ya echo de menos la lluvia. O sea, el verde. El caso es que aún me queda más de mes y medio hasta que pueda volver y, sinceramente, ni siquiera sé si para entonces seguirá existiendo ese país. O al menos, tal y como lo conocía, tal y como lo hemos conocido todos hasta hace poco. Por lo que veo cada vez que abro internet y porque llega la temporada de vacaciones (ésa que a nuestros políticos tanto les gusta usar para tomar las decisiones más polémicas sin que nadie se dé cuenta porque todo el mundo está al lado de la piscina con una cervecita en la mano…) me temo que el Apocalipsis, así, en negrita, o sea, el fin de la sociedad de bienestar, ya ha llegado. Y no nos engañemos, o mucho vamos a tener que pelear por ella, o ya le podemos dar nuestras honras más fúnebres.

Pero como hoy no quiero hablar ni de política ni de religión (que luego ya sabemos cómo
Annie B Sweet es española...
me pongo…) lo mejor será que me centre en explicar dónde estoy, cómo he llegado aquí y por qué. Os voy a llevar en una road movie que sólo puede ir acompañada por la música de
Annie B Sweet. Relajaros en vuestro asiento de ordenador, conectaros con el siguiente link y… “ajústense los cinturones, señoras y señores, porque se aproxima tormenta” (Bette Davis en “Eva al desnudo”)


 ©RM
Luna árabe sobre Jordania

Empiezo a escribir esta historia desde… ¡¡un centro comercial!! Y cualquiera que me conozca mínimamente se preguntará “¿pero qué hace éste en un centro comercial, si no los soporta?” Pues la verdad es que, a las tres del mediodía, en Ammán, la capital de Jordania, no hay mucho más que puedas hacer. A no ser que quieras volver a dormitar en tu sofá hasta que lleguen las 7, hora en la que todo el mundo se echa a la calle porque el sol ya ha bajado y la brisa hace que el aire se respire con agrado. Incluso algunas noches te tienes que poner algo encima (sí, venga, lo digo, una rebequita…). Vamos, casi casi como si estuvieras en Bilbao. ¿Que qué hago en Ammán? Es una larga historia. Todo empezó cuando mi amiga Raquel me propuso hace ya bastante tiempo, llevar a cabo un proyecto que ella trataba de sacar adelante y que por fin estaba tomando forma. Pero igual hay que alejarse un poco más en el tiempo para entender realmente todo esto. Así que venga, ¡flashback!: mi primer año de carrera, en Bellas Artes; la novia de uno de mis mejores amigos de clase me presenta a una chica que venía de familia de brujas. Sí, así como suena, de brujas, de las que leen el porvenir. Su abuela, su madre y también ella, habían nacido con esa capacidad: podían leer el futuro en las líneas de la mano. Y eso que no eran gitanas. Aquella chica, a la que nunca jamás volví a ver, me contó un par de cosas bastante creíbles que no se me han olvidado. Primero me dijo (o me predijo) que mi vida sentimental iba a ser muy complicada (y vaya si lo fue) y que no sería hasta una edad más o menos madura que conocería a la persona con la que iba a compartir mi vida (llevo ya más de 14 años con mi marido, con el que este mes celebraré -a distancia- cinco años de casados, eso claro, si el Tribunal Constitucional y Mariano Rajoy no nos descasan antes). La otra cosa que me dijo y que nunca se me olvidó fue que iba a elegir un trabajo que me llevaría a recorrer mundo. Y al poco de volver de Londres e instalarme en Madrid, empecé a trabajar en “Nosolomusica” y la verdad que desde entonces no he parado de viajar. De San Francisco a Moscú, de Budapest a la República Dominicana, de Washington a Estocolmo… Pero lo que nunca pensé es que acabaría pasando más de dos meses en Oriente Próximo

 ©RM
Jerusalén, foco de conflicto
Esta aventura empezó a mediados del mes pasado, más concretamente el 12 de junio. El mismo día que acabé el curso de inglés que he estado dando a un grupo de simpáticas dependientas a través de una empresa de formación, volví a casa, conseguí cerrar mi maleta sin tener que sentarme encima (cosa que mi amiga Mª Mar tuvo que hacer un par de veces para ayudarme cuando me iba a Londres) y llegar a tiempo de coger el autobús a Madrid (viaje que me conozco de memoria sobre todo tras la cantidad de veces que lo hice el año pasado, cuando me trasladé a Bilbao pero mi marido seguía en la capi). Me recibió mi querida Lourdes y nos fuimos a tomar unas cañas, como hacíamos siempre cuando aún vivía allí. En la terraza, o más bien la calle, de “La Escondía”, con Lidia. Como en los “ya” viejos tiempos de Madrid (al final todo acaba convirtiéndose en eso, en viejos tiempos). Con ellas compartí mis temores de lo que pasaría al día siguiente, cuando tuviera que entrar en Israel por la puerta grande. O sea, por el aeropuerto. (Perdón, tengo que contarlo, acaba de sentarse en la mesa de al lado mío una chica muy joven con burka negro y gafas de ver. Os parecerá una tontería pero es la primera que veo desde que estoy aquí que cumple todas esas características) ¿Dónde estaba? ¡Ah, intentando entrar en Israel. Os parecerá una tontería, pero no es moco de pavo. Depende de quién te toque en la aduana, te puede tocar todo lo que quiera, incluidas las narices. El caso es que yo volaba con Iberia (o eso creía), lo que me daba cierta tranquilidad. Pero nada más llegar a la T4 (tras pagar los 4 euros que la Espe ha impuesto para el metro al aeropuerto y por cuyas protestas ya ha detenido a varias personas tratándolas “supuestamente” casi como a terroristas) me encontré con que no, con que Iberia simplemente ponía el nombre al vuelo pero realmente viajábamos con una línea israelí. Y allí empezaron las molestias. Antes incluso de facturar, aún en suelo español, tuve que pasar el interrogatorio de una simpática rubia que se parecía bastante a Ms Piggy, pero
Cómo se parecía la agente de aduanas...
era mucho más tonta que la agradable cerdita. Tras preguntarme repetidamente lo que iba a hacer a Israel, con quién y por qué (gran táctica para potenciar el turismo en el país), con cara de no creerse una mierda de lo que yo le respondía, empezó a darle vueltas a mi pasaporte. Y venga a mirarme y a murmurar algo entre dientes. La verdad es que yo ya no me parezco nada a la foto del pasaporte, que tiene más de cinco años, y en la que aparezco con el pelo oscuro, más o menos largo-borroka y con perilla. Unos días antes de coger el vuelo se me ocurrió afeitarme la cabeza y no sé qué brillaba más si mis sienes, mis miedos o las canas cortadas al 1. El caso es que finalmente la cerdita Peggy me dijo que había algo erróneo, que era demasiado joven para la fecha de nacimiento que aparecía en mi pasaporte… No me lo podía creer, cuando ya me acerco más a los 50 que a los 40, con la cantidad de canas que peino, aún alguien me dice eso… “¿Y es un problema?”-le dije, “pues a mí me has alegrado el día”. A la cerdita le debió de parecer divertido y me dejó pasar, no sin antes ponerme una calificación en el pasaporte, que ciertamente no se correspondía con “limpio de toda sospecha”, por lo que comprobaría después. Ah, también me preguntó, claro, si alguien me había dado algo para llevar a mis amigos de Jordania, porque no sería la primera vez que algo así pasaba. “¿Y sabes lo que había en el paquete que les habían dado?” –me dice la cerdita con los ojos abiertos por la incredulidad: “¡Una bomba!” Y yo abro los ojos aún más que ella, fingiendo estar patidifuso por la sorpresa, y exclamo: “¡Oh, no! ¿De verdad? ¿Pero cómo es posible?” Ella se queda contenta de haberme sorprendido tanto y me deja pasar. Y yo me voy hacia la puerta de embarque pensando “si esto ha sido antes de montar en el avión, no me quiero imaginar cómo será al llegar allí”.

 ©RM
Mercado de Jerusalén
Quizá os preguntéis por qué me preocupaba tanto la llegada y el interrogatorio. Bueno, principalmente porque el proyecto en el que iba a trabajar era una denuncia de las prácticas abusivas del gobierno israelí sobre los niños palestinos. Y aunque no llevaba nada en mi equipaje ni en mi persona que me delatara, y pensaba entrar como turista, la culpabilidad se lleva en el rostro. Y a mí nunca se me ha dado bien mentir. Además, había leído ya lo suficiente sobre la insistencia de las fronteras israelís como para no apetecerme demasiado el asunto. Sobre todo porque ni siquiera podía decir a qué hotel iba, porque la ONG para la que trabajábamos no había sido capaz de confirmárnoslo. Y es que educarse en un colegio de salesianos dictadores y caprichosos deja huella en el carácter de uno cuando se trata que enfrentarse a la autoridad... Y al fin y al cabo, eran los israelís los que debían dejarme entrar en su país militarizado. Lo más que podía pasar era que me deportaran. Hasta ese momento de mi vida, nunca me habían deportado. ¿Qué se sentiría?