©RM Mezcla en el mercado de Jerusalén |
(banda sonora oficial de la entrada de hoy: Mando Diao con su "Gloria", para darle un poco de caña)
Nada más montarme en
el avión me vi sumergido en una marea de familias israelíes, todas con varios
hijos y cada uno de ellos con sus correspondientes maletas (sí, he dicho maletas, no equipaje de mano). Entre tanta familia
había varias ultraortodoxas, ésas
que se caracterizan (aparte de por la
cantidad de niños que procrean, algo casi propio del Opus) porque ellos se
dejan los rizos largos por delante de las patillas, así para que cuelguen por
debajo de sus amplios sombreros negros (tipo
cordobés). Ellas, las que no llevan la cabeza cubierta por un pañuelo
anudado a la moda de los 70, cubren su pelo con pelucas. Sí, ése es su secreto,
no es que todas ellas tengan un penoso pelo sin brillo ni matiz, cortado por el
peor enemigo de sus madres, es que por humildad se pasan la vida con peluca (lo que debe hacer maravillas por su cuero
cabelludo, el real). El caso es que para cuando llegué a mi asiento tuve
que vérmelas y deseármelas para escurrir mi exigua bolsa de viaje (la de mano) en un hueco diminuto. A lo
largo de todo el viaje, sin exceptuar un simple minuto, había algún niño
llorando. La comida vino acompañada de su debido certificado de ser auténtico
“kosher”, es decir, que cumplía las exigencias judías de no mezclar los
cárnicos con los lácteos (ni sus
vajillas). Pero estaba buena, lo reconozco.
Y así de
agradablemente llegué al aeropuerto de Tel-Aviv, donde antes incluso de recoger
mi maleta ya tenía adjudicada a mi propia “agenta de aduanas” (flipo, no me lo marca el corrector de Word).
Esta vez no se parecía a la cerdita Peggy, era mucho más adusta y, desde el
minuto 1 me dejó muy claro que no se creía ni patata de lo que le estaba
contando. Me preguntó una y otra vez qué iba a hacer en su país, por qué no
podía darle el nombre del hotel en el que me iba a quedar y, sobre todo, por
qué no venían mis amigos a buscarme al aeropuerto. Ésta no se fijó mucho en mi
edad, pero creo que se pensaba que quería entrar en su país para vagabundear… Y
claro, es que mi billete de avión tenía la vuelta para más de dos meses
después. Y por mucho que le conté que sólo me quedaba dos semanas en Israel y que el resto lo pasaba en Jordania en casa de mis amigos
diplomáticos, ella a lo suyo, que consistía en preguntarme repetidamente los
apellidos de mis amigos y cómo iba a llegar hasta Jerusalén yo solito desde el
aeropuerto. Menos mal que tenía ya un plan que me había elaborado mi marido (yo no había tenido ni tiempo, tanto
preparar el proyecto y mis coartadas), según el cual en el mismo aeropuerto
cogería un taxi compartido y por unos 50 shekels podía llegar hasta el punto de
encuentro con el resto del equipo (al
parecer el único al que te llevan desde el aeropuerto en Jerusalén este, zona palestina, y es que incluso esta ciudad
aparentemente santa está dividida por motivos político-económicos).
Total, que el resto
de pasajeros de mi avión ya había pasado y allí estaba yo, solo frente a mi
“agenta”. No me quiero ni imaginar lo que será si tratas de entrar en el país
para trabajar… Estaba claro que mi historia como turista no le convencía y en
breve se le unió un policía secreto al que sólo le interesaba cuánto dinero
llevaba encima. Pero no, no escondía ninguna intención de soborno. De pronto,
sin más ni más, mi agenta me selló el pasaporte con un rápido movimiento de
muñeca y me dejó pasar, así, sin explicaciones. Pero al salir de allí, mientras
trataba de recoger mi maleta solitaria, me esperaba otro agente de aduanas,
diseñado especialmente para mí, ya que hablaba perfectamente español con acento
latino. Así que vuelta a empezar con las explicaciones. Pero éste debía tener
ganas de marcharse y no insistió demasiado. Así que las puertas de Israel se
abrieron ante mí y respiré hondo. Enseguida me vi montado en mi taxi compartido
(sherut). Viajábamos 9 personas: un
par de mujeres judías (también se las
distingue porque visten como ursulinas o simoninas, de nuevo las analogías
entre religiones, con la moda que Laura Ingalls desechó de pequeñita por
rancia), cinco hombres ultraortodoxos con sombrero, un israelí laico y yo,
el único occidental. Uno de los hombres con sombrero de ala ancha (muy mayor, parecía que le habían pegado una
paliza o que se había bebido una botella de ginebra) me pidió de malas
maneras que le dejara el móvil. Y la verdad, que ante las tarifas
internacionales empezando a 3 euros el minuto, ni me lo pensé. Y así empezó la
ruta, mucho campo abierto con luz de atardecer salpicado de coquetas
urbanizaciones de casitas color ocre. La entrada en Jerusalén no fue tan
idílica: barrios hacinados donde Almodóvar
podría haber rodado sin problemas “¿Qué
he hecho yo para merecer esto?” Por las calles de barrios obviamente
ultraortodoxos sólo se veían sombreros negros y pelucas. Las únicas mujeres que
llevaban el pelo a la vista (eso sí, con
horquillas hacia atrás o con coleta) eran las niñas. Todas ellas con medias
y manga larga en pleno junio, temperatura rondando los 30º, para no incitar. Incluso vi a una
madre con una silla de niños cubierta por una caja de cartón enorme… ¡debajo de
la cual salían las piernecitas de un niños! (Dios
mío, pensé, hereje de mí, ¿dónde me he metido?) Enseguida me di cuenta que
yo iba a ser el último del taxi en ser llevado a su destino, así que me resigné
y empecé a disfrutar con ese anti-exotismo tan radical. Por fin llegué al American Colony Hotel (5 estrellas, no, no nos hospedábamos allí),
donde me esperaban mi amiga Raquel, impulsora del proyecto, y Carlos, el dire
de foto (tres bilbainitos de pro perdidos
en Israel). Tras los saludos de rigor nos fuimos a nuestra base en Beit Sahour, un pueblecito próximo a Belén, donde según la leyenda nació el niñito Jesús. Claro, que antes de
llegar tuvimos que pasar por mi primer checkpoint.
©RM El auténtico Portal de Belén |
Un checkpoint es como una especie de
control o frontera militar del ejército israelí que controla los movimientos de
los palestinos en su propia tierra, Cisjordania,
ocupada por los israelíes, junto con Gaza,
desde 1967. En 1948, (seguramente para
lavarse la conciencia de lo que había pasado durante el Holocausto, entre otras
muchas razones) la ONU decidió favorecer la creación del estado israelí. ¿Y qué
pasaría con los que ya vivían allí…? Uno de los conflictos más complicados e
inacabables de la historia reciente acababa de dispararse. Hoy en día Israel
ocupa no sólo lo que le dieron en 1948 sino también lo que cogió en 1967. Y los
ciudadanos palestinos tienen que vivir de prestado en sus propias tierras (eso los que no se fueron del país). Un
gran muro separa los territorios de manera absurda y todos los movimientos
están controlados por el ejército (que
por cierto, es obligatorio, dos años para ellas, tres para ellos). Así
que, bajo el mandato israelí existen tres clases de ciudadano, o mejor dos,
porque la tercera es la de los “no ciudadanos”: los de primera categoría son
los israelíes de pleno derecho (judíos
religiosos o laicos); los de segunda son los palestinos con pasaporte
israelí, cuyos movimientos están restringidos por las decisiones aleatorias del
soldadito (o soldadita) de turno. Y
por fin están los palestinos sin pasaporte, son los “no ciudadanos”, los que no
tienen derechos y necesitan permisos especiales para cada uno de los
checkpoints, que tienen que cruzar en infinidad de casos para ir a trabajar, al
colegio o a los hospitales. Y claro, pagar por cada permiso también. En general
se dice que el muro separa a israelíes de palestinos. Algunos palestinos nos
dijeron que en realidad separa a palestinos de otros palestinos (familias a las que ni siquiera pueden ir a
visitar). A los checkpoints te acabas acostumbrando, sobre todo si estás todo el día viajando y tienes que pasar por 4 ó 5 al día. Además, como extranjeros, por lo general te dejan en paz. Todo depende. A la monstuosidad que es el muro no sé si llegué a acostumbrarme.
Pero volvamos a Beit
Sahour y nuestro pequeño hostal allí. Lo llevaba una amable ancianita a la que
enseguida cogimos cariño y a la que llamábamos afectuosamente “granny”. Era muy
pequeñita y nos miraba siempre hacia arriba, sin entender ni la mitad de lo que
le decíamos. Y su principal obsesión era… que comiéramos muchos huevos en el
desayuno. Todos los días. Cuantos más, mejor. A veces, incluso salía a
despedirnos a la puerta por las mañanas, cuando nos íbamos a rodar. Su hostal
pertenecía a la Asociación de Ayuda a las Mujeres Árabes. Granny era cristiana,
así que no llevaba ningún tipo de velo ni turbante ni peluca. De hecho, en Beit
Sahour y en Belén había una gran comunidad cristiana, me imagino que por
cercanía al pesebre.
©RM Aquí derramó su leche la Virgen |
Al día siguiente a
mi llegada me llevaron a ver el Portal de Belén, el de verdad. O eso dicen. Yo,
como soy ateo, agnóstico y hereje, me remito a las pruebas. Lo que allí había
era una bonita iglesia, con un sótano (lleno
de dorados, algo tendría que decir al respecto nuestra querida Chus Lampreave) donde en un
agujero como de chimenea decían que había nacido Jesús. Yo lo único que vi fue
la espalda de una mujer arrodillada que limpiaba incesantemente (creo que había algo que se podía besar,
¡¡¡puaghhh!!!). A la vuelta de la esquina había otra iglesia, más discreta,
donde dicen que la Virgen dio de
mamar al niño y donde (hasta qué punto
pueden llegar algunos “detalles históricos”… ¡Qué memoria tienen algunos!)
parece ser que se le escapó ese chorrito de leche que tantas veces se ha
representado en la historia del arte. En fin, nunca pensé que pisaría Tierra
Santa. Ni que me impresionaría tan poco, al menos espiritualmente. Y ahora,
seguro que por contar todo esto ya me he ganado el infierno, donde seguramente
me las tendré que ver con Rajoy, o con Andreita Fabra (jodida ya para entonces eternamente a pesar de su familia, sus prebendas y sus loterías) ¡qué aburrimiento! Están empeñados en devolvernos a la España ésa de la posguerra y la miseria que mi abuela
recordaba con tanta aprensión, llena de hambre,
analfabetismo e insalubridad. ¿Se dedicarán también a
inaugurar pantanos? Mira que igual eso traía trabajo…
La Chus Lampreave |
Miseria que vuelve |
Mientras tanto yo
escribo esto sentado en una terraza de Ammán, tomando una bebida no alcohólica, en un descanso de la preparación del montaje de nuestro proyecto, escuchando
música árabe y rememorando mi primera impresión de Israel. La calle donde estoy
se llama Rainbow Street y es la única,
probablemente en toda Jordania, donde existe un local cuyo dueño es
abiertamente gay y donde, al parecer, se reúne la reducida comunidad gay internacional que aquí habita.
¿Será coincidencia lo del nombre de la calle?
©RM No es San Francisco, sino Ammán |
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