Bilbao, año 8 d.c. (después de la crisis). Este 28 de junio fue la quinta marcha del Orgullo Gay a la que he asistido en
Bilbao y probablemente la número veintitantos en toda mi vida. También ha sido
la primera en la que tuve que oír cómo nos llamaban “maricones”.
Algo
muy raro está ocurriendo con las celebraciones del orgullo en Bilbao. Desde el
año pasado no hay una sino dos celebraciones paralelas y descoordinadas. Y eso
en una ciudad en la que muchos de los miembros de la comunidad gay todavía no
quieren ser reconocidos públicamente como tales. O sea, que no les importa ir a
los bares más o menos “de ambiente” pero no se les verá ni muertos en la marcha
reivindicativa del día 28. Es lo que tienen las ciudades pequeñas, que al final
todo el mundo te identifica. Por eso me resulta tan raro lo que está pasando.
Ahora resulta que los comerciantes y bares del Casco Viejo celebran lo que han venido en llamar “Pride”: cuatro días en los que
engalanan las calles, tiendas, bares y restaurantes de banderas del arco iris.
Es bueno para la visibilidad, es bueno para el negocio. Hasta ahí nada que
objetar. Pero es que no se molestan ni en coordinarse con las asociaciones que
históricamente han organizado la marcha del orgullo durante los últimos… 40
años (desde tiempos en los que realmente
se insultaba a los asistentes). Hasta el punto que este año ni siquiera han
tenido la decencia de incluir el día 28 en sus festejos (Día Internacional del OrgulloGay, así celebrado en la parte del mundo en que se permite) y en
algunos periódicos hemos tenido que leer que este era el “segundo año que se
celebra el orgullo gay en Bilbao”. ¿Perdón? ¿Periodismo de investigación, por
favor?
La
primera vez que fui a una marcha del orgullo fue en los primeros 90, cuando
vivía en Londres. Ya nunca pude
rehabilitarme de la adicción al buen rollo, al amor y a la celebración que
rodea a ese evento. El resto de años que pasé en aquella ciudad no me perdí
una. Empezábamos la mañana siempre reuniéndonos en casa con un desayuno que
incluía champán y croissants. Luego venía la marcha y después la celebración en
un parque público con picnics, conciertos y muchas ganas de fiesta. Por ahí pasaron Jimmy
Somerville, Pet Shop Boys, Boy George… Incluso cuando privatizaron
la celebración en el parque y los más políticos nos negamos a pagar para entrar
en algo que considerábamos como nuestro, aún seguí yendo a la marcha.
El
primer verano de mi vuelta a España me la perdí porque mi padre murió ese mismo
día. Sí, un 28 de junio. ¡Qué simbólico! Mi aita, un obrero sin educación
secundaria que cuando salí del armario me abrazó y me dijo que yo siempre
seguiría siendo su hijo y que me iba a querer igual… Seguro que si le hubiera
llevado a una celebración del orgullo le hubiera encantado, con lo que le
gustaba la fiesta. Desde entonces todos los años el día 28 tiene para mí un cierto
toque de tristeza. Pero sigo yendo a la marcha.
Ya
instalado en Madrid fui testigo de
la evolución de las celebraciones allí durante los primeros años del siglo XXI.
De ser 100.000 el primer año que yo fui pasamos en seguida al medio millón para
sobrepasar el millón en años siguientes. Así se convirtió en la fiesta de la
capital que más asistentes reúne. Es verdad que se puede hablar ya incluso de
masificación y de morir de éxito, pero algo es seguro: la fiesta y el buen
rollo siguen garantizados. No hay un día en todo el año en Madrid con más
marcha que ese.
En
el año 2000 estuve en la marcha del
orgullo de Roma, porque se celebraba
allí el Europride (la capitalidad de las celebraciones del
orgullo en Europa) y yo lo estaba cubriendo para “Nosolomusica”. Fue un día
asfixiante de calor, con una combinación perfecta de celebración y
reivindicación, carrozas, disfraces, pancartas y de nuevo, el buen rollo
garantizado, desembocó en el Coliseo Romano.
¿Qué más se puede pedir? Por la noche Grace
Jones, Marc Almond y Geri Haliwell amenizaron la fiesta. Impresionante.
A mi
regreso a Bilbao volvieron las marchas clásicas, reivindicativas, sí, pero
sobrias (muy de Bilbao), podría decir
que incluso secas, sin carrozas, sin disfraces (sólo puntuales), sin gritos, sin música (a excepción de la batukada del grupo de lesbianas que siempre nos
ameniza la marcha, ¿qué sería de nosotros sin ellas?). Pero al menos
sientes que estás haciendo acto de presencia, que te reencuentras con viejos
amigos y vas tranquilamente charlando con ellos a lo largo de la corta duración
del evento. Luego generalmente todo acaba con fiesta en el Casco Viejo. Menos
este año. Los ánimos estaban caldeados por la “apropiación” de las celebraciones
por parte de comerciantes y hosteleros y, quizá por eso, se alteró la ruta de
la marcha. La organización lo justificó con un deseo de integración de otros
barrios de Bilbao. Y todo acabó pasando por la calle San Francisco. Barrio donde se acumula un elevado tanto por
ciento de inmigración africana. La mayoría viene de países donde la homosexualidad se castiga con penas de
cárcel, lapidación o muerte, en algunos casos arrojando a las víctimas desde lo
alto de un edificio. Y fue en ese barrio, claro, donde unos cuantos, nos
llamaron “maricones”. Como cuando era joven. Como cuando era niño. ¿El contraste? La cantidad de gente joven que acudió este año. Ellos tomarán el relevo. Ya lo están haciendo.
En
los últimos años han aumentado exponencialmente las agresiones homófobas
incluso en el barrio de Chueca en
Madrid. Hace sólo unas semanas se produjo el terrible atentado de Orlando en
un bar gay. La semana pasada en Turquía
la policía impedía a palos que se celebrara la marcha del orgullo gay. Y en
Bilbao, unos pocos (todo hay que decirlo,
pero uno solo ya sería suficiente), nos llamaron “maricones”. Mi padre se
les hubiera echado al cuello. Yo con los años he aprendido que eso es mejor ignorarlo.
Totalmente de acuerdo.
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