Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid). No sé
si será porque en mis años universitarios un querido amigo insistía en llamarme
el Duque o porque mi primer novio me contó que David Bowie era el
primer bisexual famoso y confeso de la historia y que la archiconocida Angie
(por la canción y porque por aquel entonces era su esposa) se lo
encontró en la cama con Mick Jagger (hecho creo que nunca probado y
que ha pasado a formar parte de las leyendas urbanas relacionadas con famosos,
como que Michael Jackson siempre quiso ser Diana Ross y que él y su
hermana La Toya eran la misma persona o que uno de los componentes de Modern
Talking -creo que el moreno- se cayó al suelo en mitad de un acto sexual y
se rompió el pene… Ejem). El caso es que desde que, siendo un adolescente,
descubrí las fotos de Bowie en los 70 con aquellos estilismos que
pasaban de la androginia a la transgenética o incluso transespecie
interplanetaria (mucho antes de que se inventase siquiera el concepto de
género fluido), con aquellos vestidos largos acampanados y su melena rubia,
que poco a poco se iría moldeando en una estética glam sideral
glorificada por su personaje de Ziggy Stardust, me provocó una
fascinación que iba -va- mucho más allá de la admiración como profesional o la
atracción sexual.
Hay
que reconocer que David Robert Jones, su verdadero nombre -su hijo es el
director de cine de ciencia ficción (no podía ser menos) Duncan Jones- no era solo un tío guapo y sexy (no en el sentido estético actual
probablemente) sino que fue uno de los mayores magos de la música e incluso
de la contracultura de las décadas de los 70 y los 80, que sacudió los
escenarios y las conciencias -aparte de la moralina de la época- de toda una
generación, al menos. No me puedo imaginar lo que pensarían aquellas gentes de
semejante presencia y su afán rupturista. Menos mal que le acompañaban una voz
y una creatividad apabullantes, envolventes, ensoñadoras, que le llevaron
incluso a varios papeles en el cine (nunca olvidaré su vampiro de El ansia, junto a unas inmensas Catherine Deneuve y Susan Sarandon…).
No es verdad que tuviera un ojo de cada color (aunque yo eligiera
representarlo así para contentar al des-conocimiento popular -más ilustraciones
de la Aristocracia del Pop en la página de Rob Cristo). En realidad,
parece que lo suyo fue consecuencia de una pelea adolescente -no olvidemos que
había nacido en el conflictivo barrio londinense de Brixton- en la que una
de sus pupilas quedó más dilatada que la otra de por vida, dándole así ese aspecto
tan singularmente reptiliano.
Según
se fue haciendo mayor fue depurando su apariencia hasta convertirse en el
auténtico gentleman que llevaba dentro, ese Duque Blanco que
siempre había aspirado a ser. Se casó con un personaje de cómic (¿quién
mejor que Iman podía haber interpretado a Tormenta/Storm
de los X-Men en una versión ochentera para el cine?), nunca dejó de
trabajar y de experimentar y sus trabajos nunca defraudaron, siguiendo una
línea coherente, digna, con clase, algo muy difícil de encontrar hoy en día. Poco
a poco se fue asimilando con otra grande de la androginia: Tilda Swinton,
que por cierto colaboró con él en el perverso vídeo-autohomenaje de una de sus últimas canciones, The stars (are out tonight). De hecho, quiero iniciar desde aquí una nueva leyenda
urbana para añadir a este singular personaje. No os lo vais a creer, pero me
han dicho, es más, lo sé de buena tinta, que David Bowie y Tilda Swinton son la
misma persona…
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