Bilbao,
año 5 dc (después de la crisis). Como
parece que en cualquier momento el país se hunde o nos meten a todos a la
cárcel por levantar la mano en el sentido equivocado, creo que ha llegado el
momento de hacer una confesión, no sea que más tarde no me dé tiempo y me quede
yo con esta exclusiva tan sabrosa. Y no es que quiera yo pasearme por los
platós de ningún programucho de esos que te dan un bocadillo y te obligan a
comértelo en directo. No, es que yo quiero que si me van a llevar al cadalso,
al menos se me quede la conciencia tranquila. Porque yo no puedo vivir más con
este secreto. Y es que, desde hace unos cuantos meses, tengo una relación más
que íntima con David Beckham. Y
claro, aquí os preguntaréis que cómo de íntima. Pues sólo os puedo decir que me
abraza las partes íntimas y me aporta mucha seguridad y sujeción. La verdad que
me resulta bastante cómoda esta relación y cuando por la mañana he decidido que
éste va a ser uno de mis días Beckham ya sé que el transcurso de la jornada va
a ser más que satisfactorio.
Y
es que claro, no hay más que mirarlo con esa sonrisa traviesa, esos ojos claros
y chispeantes, ese pelo afeitado a la perfección, esas mechas divinas que
parecen hasta reales, esa mandíbula, esas abdominales, las uñas de manicura
perfecta, el abrazo sensual con el que te recibe sólo con mirarte. Porque, ay
amigos, que te mire Beckham de frente no es como que te mire Luis Ramírez el de
la oficina de al lado ni como que te mire Alberto el del gimnasio o el
reponedor del supermercado. No, esto es una mirada directa, profunda y con toda
la intención, del mismísimo David Beckham. El rey. El del balón. El de las
portadas friendly en las revistas gays
para demostrar que su metrosexualidad
no se queda en la estética. El de la mujer absurda (que a mí me empezó a caer bien desde que se refirió a la Obregón como
“esa barbie geriátrica”). El de los sueños húmedos de muchos y hasta
muchas. El de la moda. Definitivamente, Beckham el de los calzoncillos.
Y
es que yo, que no soy muy dado a las marcas, que presumo de que la publicidad
me pasa por encima sin afectarme, que siempre digo que nunca llevaré una
camiseta que diga Armani porque me
debería pagar él a mí por hacerle publicidad, no pude resistirme: me compré unos
calzoncillos de marca Beckham. Y desde entonces mi vida cambió. Son de un color
gris oscuro con goma negra y unas discretas letras que deletrean ese apellido…
Y no, a él no le pediría que me pagara por hacerle publicidad. Al fin y al
cabo, ¿cuántas personas me ven en calzoncillos? Tampoco voy a pretender que soy
el príncipe del gimnasio. Para cuatro veces que voy tampoco llamo tanto la
atención. Pero a lo que iba. Yo me pongo esos calzoncillos grises y ya me
siento otra persona. Me siento íntimamente conectado a David (a él no le importa que le llame así).
Desde la mañana, desde que salgo de la ducha. Y estoy seguro que él lo nota. ¿Cómo
no lo va a notar si se trata de una conexión tan especial? Me pregunto si su
mujer también lo nota y se pone celosa… ¿Cómo me catalogaría? ¿El Jon Kortajarena maduro, como me decía
una conocida de Madrid? ¿El Clooney
bilbaíno como me ha dicho alguna fan alguna vez? ¿O quizá la Norma Desmond del 2013 (sí, hombre, la de “El crepúsculo de los dioses” que siempre soñaba con hacer un
comeback)?
En
el curso de Community Manager que
estoy haciendo (online, soy así de
moderno) dicen que las marcas usan los medios de comunicación para mantener
una relación más humana con los usuarios/clientes, gracias al canal de
comunicación de ida y vuelta que suponen. A mí, la verdad, lo de meterme en el Facebook de Starbucks o de Calvin Klein
no me quita el sueño, vamos, que no le dedicaría ni cinco minutos de mi
ajetreada vida. Y además, ¿cómo se va a comparar eso con llevar puesto un
Beckham auténtico desde la mañana? ¿Se puede llegar a una relación más humana,
más íntima que ésa? Y ahora que lo pienso, ¿tendrá Beckham una página de
Facebook que humanice la marca? Me voy a meter a ver si cuenta algo de mí…