Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid). Aquello era un despropósito: ¿un gorila gigante enamorado de una chica rubia de tamaño normal? ¿Cómo era eso incluso medianamente… plausible? El solo concepto de King Kong retaba a todas las leyes de la física, de la química, de las matemáticas incluso. A ver, todos sabemos que 1+1=2, donde solo cabe 1 no caben 2 y donde caben 2 no caben… ¿200? En fin, la peli se llevó a cabo y fue un gran éxito. Tanto que dio lugar a una secuela casi inmediata e incluso a un género, el de los monstruos gigantes. Y si no que se lo pregunten a los japoneses y su mina de oro del celuloide: Godzilla. De hecho, en el último Fotogramas creo que he leído que se está preparando una nueva peli de King Kong contra Godzilla. Sí, habéis leído bien, en pleno 2020.
Corría
el año 1933 y la rubia se llamaba Fay Wray. O sea, la actriz que la interpretaba.
Por eso esta ilustración de Rob Cristo se titula King Kong y Fay Wray,
porque ella es tan protagonista de la historia como el gorila gigante: sin ella
no habría motivación para el solitario monstruo, ni tampoco redención, no
sentiríamos lástima por su sufrimiento ni querríamos que se cargase al maloso
que lo explota. Y ella fue el molde en el que se basaron todas las demás rubias
del cine de terror y aventuras, que gritan hasta desgañitarse y las
pasan canutas, aunque nunca dejen de meterse en problemas, ya sea bajando al
sótano en mitad de la noche, duchándose en un motel apartado regentado por un
psicópata con complejo de Edipo o haciéndole ojitos a un mono gigante. A esto se
une mi admiración desde pequeñito por las rubias (si son platino, mejor, creo
que siempre quise ser un poco Hitchcock), empezando por la más grande, Marilyn
Monroe, y acabando por estas heroínas de película de serie B que
amenizaron nuestra niñez.
Pero
la historia de King Kong no es en realidad más que una copia casi caricaturesca
del cuento de La Bella y la Bestia, que a su vez se basaba en los mitos griegos
de Zeus transformándose en cualquier tipo de criatura para seducir a la
bella de turno y continuar su progenie. Aunque también es verdad que pertenece
al género -literario y fílmico- de mundos perdidos y misteriosos en un tiempo
en que el planeta aún conocía sus límites, sabía que le quedaba mucho por
descubrir y esto excitaba la imaginación de creadores siempre admirados, al
estilo de Julio Verne, que se inventaban mundos perdidos en el centro de
la tierra, en el fondo del mar o en mitad del Pacífico. Como esta tremenda isla
llamada Skull Island -que bien podría haberse inventado Monsieur Verne- donde
el tiempo parece haberse detenido hace siglos. Casi como aquel otro clásico
mucho más filosófico, Horizontes perdidos y su añorada Shangri-La,
el país perdido en el Himalaya donde la gente no envejece y se vive en una paz continua…
Parece
mentira que de una idea tan pasajera e incluso grotesca pudiera surgir una saga
de películas, cómics, videojuegos y hasta obras de teatro. Si la
primera secuela vino justo después del original, El hijo de Kong, el
primer remake tuvo lugar en 1976 y el personaje de Fay Wray lo interpretaba una
sensual y jovencísima Jessica Lange, que -rompiendo todas las
convenciones- pasaría a convertirse en una gran actriz de carácter. En 2005 Peter
Jackson hizo otro remake, esta vez ambientado en 1933, fecha de la
producción original, y con Naomi Watts en el papel de la rubia. Y en 2017
llegaría Kong: Skull island, más un reboot que un remake, con Brie Larson como la protagonista femenina. Aparte de eso, varias subproducciones
japonesas y americanas y seguro que incluso algún porno. Ya se sabe que el tema
de la bestialidad y la zoofilia vende mucho.
De
todo esto yo me quedaría con ese mundo de fantasía en el que aún existen
dinosaurios, pterodáctilos, junglas exóticas, tribus sin civilizar que hacen
sacrificios humanos a su rey gigante, embarcaciones perdidas en busca de
fortuna con una rubia platino que pasaba por allí, una historia de amor im-po-si-ble
y el retorno a la civilización que todo lo estropea. La imagen del rey Kong en
lo alto del neoyorkino Empire State Building peleando con los aviones
para conseguir unos segundos de intimidad con su adorada rubia ha pasado a la
historia. Clasificada como una película de fantasía, creo que la frase final
del original quizá desmienta esta calificación: “No fueron los aviones, al
final lo que mató a la bestia fue la belleza”. No se puede ser más romántico.