sábado, 26 de diciembre de 2020

King Kong y la rubia

©Rob Cristo

 Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid). Aquello era un despropósito: ¿un gorila gigante enamorado de una chica rubia de tamaño normal? ¿Cómo era eso incluso medianamente… plausible? El solo concepto de King Kong retaba a todas las leyes de la física, de la química, de las matemáticas incluso. A ver, todos sabemos que 1+1=2, donde solo cabe 1 no caben 2 y donde caben 2 no caben… ¿200? En fin, la peli se llevó a cabo y fue un gran éxito. Tanto que dio lugar a una secuela casi inmediata e incluso a un género, el de los monstruos gigantes. Y si no que se lo pregunten a los japoneses y su mina de oro del celuloide: Godzilla. De hecho, en el último Fotogramas creo que he leído que se está preparando una nueva peli de King Kong contra Godzilla. Sí, habéis leído bien, en pleno 2020.

Corría el año 1933 y la rubia se llamaba Fay Wray. O sea, la actriz que la interpretaba. Por eso esta ilustración de Rob Cristo se titula King Kong y Fay Wray, porque ella es tan protagonista de la historia como el gorila gigante: sin ella no habría motivación para el solitario monstruo, ni tampoco redención, no sentiríamos lástima por su sufrimiento ni querríamos que se cargase al maloso que lo explota. Y ella fue el molde en el que se basaron todas las demás rubias del cine de terror y aventuras, que gritan hasta desgañitarse y las pasan canutas, aunque nunca dejen de meterse en problemas, ya sea bajando al sótano en mitad de la noche, duchándose en un motel apartado regentado por un psicópata con complejo de Edipo o haciéndole ojitos a un mono gigante. A esto se une mi admiración desde pequeñito por las rubias (si son platino, mejor, creo que siempre quise ser un poco Hitchcock), empezando por la más grande, Marilyn Monroe, y acabando por estas heroínas de película de serie B que amenizaron nuestra niñez.

Pero la historia de King Kong no es en realidad más que una copia casi caricaturesca del cuento de La Bella y la Bestia, que a su vez se basaba en los mitos griegos de Zeus transformándose en cualquier tipo de criatura para seducir a la bella de turno y continuar su progenie. Aunque también es verdad que pertenece al género -literario y fílmico- de mundos perdidos y misteriosos en un tiempo en que el planeta aún conocía sus límites, sabía que le quedaba mucho por descubrir y esto excitaba la imaginación de creadores siempre admirados, al estilo de Julio Verne, que se inventaban mundos perdidos en el centro de la tierra, en el fondo del mar o en mitad del Pacífico. Como esta tremenda isla llamada Skull Island -que bien podría haberse inventado Monsieur Verne- donde el tiempo parece haberse detenido hace siglos. Casi como aquel otro clásico mucho más filosófico, Horizontes perdidos y su añorada Shangri-La, el país perdido en el Himalaya donde la gente no envejece y se vive en una paz continua…

Parece mentira que de una idea tan pasajera e incluso grotesca pudiera surgir una saga de películas, cómics, videojuegos y hasta obras de teatro. Si la primera secuela vino justo después del original, El hijo de Kong, el primer remake tuvo lugar en 1976 y el personaje de Fay Wray lo interpretaba una sensual y jovencísima Jessica Lange, que -rompiendo todas las convenciones- pasaría a convertirse en una gran actriz de carácter. En 2005 Peter Jackson hizo otro remake, esta vez ambientado en 1933, fecha de la producción original, y con Naomi Watts en el papel de la rubia. Y en 2017 llegaría Kong: Skull island, más un reboot que un remake, con Brie Larson como la protagonista femenina. Aparte de eso, varias subproducciones japonesas y americanas y seguro que incluso algún porno. Ya se sabe que el tema de la bestialidad y la zoofilia vende mucho.

De todo esto yo me quedaría con ese mundo de fantasía en el que aún existen dinosaurios, pterodáctilos, junglas exóticas, tribus sin civilizar que hacen sacrificios humanos a su rey gigante, embarcaciones perdidas en busca de fortuna con una rubia platino que pasaba por allí, una historia de amor im-po-si-ble y el retorno a la civilización que todo lo estropea. La imagen del rey Kong en lo alto del neoyorkino Empire State Building peleando con los aviones para conseguir unos segundos de intimidad con su adorada rubia ha pasado a la historia. Clasificada como una película de fantasía, creo que la frase final del original quizá desmienta esta calificación: “No fueron los aviones, al final lo que mató a la bestia fue la belleza”. No se puede ser más romántico.

viernes, 6 de noviembre de 2020

DIVINE, la más obscena

 

©Rob Cristo

Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid). Divine, sex symbol, cantante, actriz, actor, drag queen, trans, obscena, ridícula, atrevida, musa underground, rompedora, sinvergüenza, gay, performer… Es casi imposible definir lo que era Divine, cuyo trabajo se extendió por las décadas de los 60, 70 y 80. En una de sus más famosas películas, Pink Flamingos, se la describía como “la persona más inmunda del mundo”. Y no era para menos, ya que en la escena final del film la actriz se comía, entre arcadas, en un plano rodado sin cortes, la caca recién excretada de un perro callejero. Hace ya tiempo, cuando vi la película en un cine de culto que funcionó durante años en los sótanos del Mercado Fuencarral en Madrid, me sorprendí al notar como un tío que estaba sentado en la fila de atrás, se masturbaba durante esta escena. Me imagino que hay gustos para todo. Un compañero de trabajo me confesó que durante años tuvo pesadillas recordando semejantes fotogramas. ¿Se puede ser más rompedora? Por eso es la última adquisición de mi galería de Chicas Malas

La verdad que mis primeras memorias del personaje son de los años 80, cuando Divine estaba intentando lanzar su carrera como cantante con éxitos tan infames como “You think you’re a man” o “I’m so beautiful”, con una voz más que desagradable y aspecto de drag queen trasnochada cuando el término aún ni siquiera se había popularizado. Era como una versión travestida de Torrente después de haberse tomado un ácido. Enseguida empecé a ver sus películas, todas ellas dirigidas por el rompedor director estadounidense John Waters (predecesor y seguro que inspiración del primer Almodóvar), de quien era musa. Años después tuve la oportunidad de entrevistar a este director en el Festival de San Sebastián y cuál sería mi sorpresa al darme cuenta de que el rey del cine underground de Baltimore (también ciudad origen de Divine) era en realidad un auténtico caballero que bien podría haber nacido en Cambridge… Con él rodó Divine la mayor parte de sus películas, incluyendo la ya mencionada Pink Flamingos y títulos como Polyester (que usaba el innovador sistema conocido como Odorama, gracias al cual se podía oler lo mismo que la protagonista, un ama de casa con un sentido olfativo superdesarrollado y un marido de lo más guarro) y su gran éxito, Hairspray (que años más tarde sería remakeado en versión musical con John Travolta en el papel de Divine; si Travolta tuvo que recurrir a prótesis de todo tipo -muy dignamente, todo hay que decirlo- en el caso de Divine, todo lo que se veía era real).

Si empezó su carrera como peluquero de señoras y tuvo una tienda de ropa vintage, su lucha por ganarse un lugar en el firmamento de la fama a costa de rodar escenas transgresoras le llevó a escapar varias veces de la policía, protagonizando situaciones al más puro estilo Hollywood huyendo en un coche a alta velocidad con las sirenas azules a sus espaldas. Llegó incluso a compartir pantalla con la famosa heredera/terrorista Patty Hearst… Sus problemas de sobrepeso le provocaron una muerte temprana (en 1988 a los 43 años), cuando su fama estaba empezando ya a tocar el circuito comercial interpretando incluso papeles de hombre. Su falta de prejuicios y moralidad, su gusto por el riesgo y por quebrantar las normas, su atrevimiento (que no hubiera desentonado en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón) y su desfachatez nos hacen pensar que hoy en día hacen falta más personas como ella porque hacen del mundo un sitio mucho mejor. O al menos mucho más divertido.

viernes, 23 de octubre de 2020

Cleopatra Jones y la Blaxploitation

 

©Rob Cristo

Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid)Cleopatra Jones fue una de las primeras heroínas que elegí para mi serie de ilustraciones titulada Chicas Malas. Malas en el sentido de “traviesas, inconformistas, aguerridas, atípicas, representativas, luchadoras, sexis, protagonistas…” Era la continuación de mi primera serie Bad Boys, en la que los personajes solo entraban por ser barbudos y sexis, con lo cual ya suponía un paso adelante. Cleopatra Jones tenía ganado su lugar en este altar a las chicas con las que crecí, por derecho propio, solo por sus estilismos delirantes, sus  outfits tan 70s e irrepetibles, pero también por su presencia rotunda de mujer con agallas, capaz de plantarse delante de un grupo de malosos (o malosas) con una metralleta y llenar la pantalla por sí misma.

Porque Cleopatra Jones es un personaje cinematográfico de lo que se conoce como la Blaxploitation (o Blackploitation), movimiento cinematográfico surgido en los Estados Unidos a principios de los 70, que tenía como protagonistas a personajes afroamericanos (principalmente policías y detectives, pero también criaturas más fantásticas como vampiros) que patrullaban la ciudad (o más bien el barrio de Harlem) a ritmo de funk. Las bandas sonoras y los estilismos eran lo más remarcable de estas películas de serie B que contaron con gran éxito de público, con hits como el de nuestra protagonista (tuvo dos películas, Cleopatra Jones y Cleopatra Jones y el Casino de oro), Blackula (versión negra del clásico Drácula) o Las noches rojas de Harlem. Aunque a Cleopatra la interpretó en ambas películas la bellísima Tamara Dobson, la que de verdad se llevó el gato al agua dentro de este movimiento fue Pam Grier (especialmente en Foxy Brown), recuperada años después por Tarantino para protagonizar Jackie Brown. Y se puede decir que de estos éxitos saldría también la famosa serie de televisión Shaft, más adelante remakeada para el cine.

La Blaxploitation fue en realidad una reacción al poco protagonismo que los personajes negros habían tenido históricamente en el cine de Hollywood, casi siempre reducidos a personajes secundarios hasta la llegada de SidneyPoitier y con anécdotas tan tristes como cuando Hattie McDaniel ganó el Oscar a la mejor actriz de reparto por su interpretación en la (recientemente criticada por su representación de la explotación negra) clásica Lo que el viento se llevó, pero no se le permitió estar en la sala de ceremonias con sus compañeros de profesión blancos. Los años 70, sin embargo, habían pasado ya por Martin Luther King, Malcolm X y los Black Panthers, así que era necesario que algo cambiase.

Cleopatra Jones lucía estupenda en su papel de detective privada, con colores explosivos, afros que harían morir de envidia a Llongueras y unos pantalones de campana dignos de colgar de la misma Notre Dame. Los argumentos de sus dos películas la enfrentaban siempre a bandas de malosos regentadas por mujeres fuertes (y, oh, sorpresa, blancas y lesbianas) interpretadas en la primera entrega por ShelleyWinters y en la segunda por Stella Stevens. Recuerdo tener mi primer encuentro con el personaje en las sesiones de cine de los domingos por la tarde en el represivo colegio religioso en el que cursé la primaria y pensar: “estos curas no se enteran de nada”, porque me pareció increíble que nos mostrasen una peli tan libidinosa y llena de feromonas a un público de preadolescentes ansiosos de experiencias pecaminosas cuando desde su posición de poder criticaban y humillaban cualquier salida de tono…

Sea como fuere, Cleopatra Jones permaneció en mi altar particular de mujeres fuertes y glamurosas con esa garra y ferocidad tan camp que aún tardaría años en saber apreciar. Y hoy en día, tras el “Me too” y el “Black Lives matter” podemos decir que ese afro, esas campanolas y esa escopeta en ristre están de rabiosa actualidad en un tiempo en el que, desgraciadamente, tanto el machismo como el racismo siguen campando a sus anchas. Quizá haya llegado el momento en que Cleopatra Jones vuelva a coger su fusil para dar unas cuantas lecciones…

viernes, 16 de octubre de 2020

David Bowie: El Duque

 

©Rob Cristo

Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid). No sé si será porque en mis años universitarios un querido amigo insistía en llamarme el Duque o porque mi primer novio me contó que David Bowie era el primer bisexual famoso y confeso de la historia y que la archiconocida Angie (por la canción y porque por aquel entonces era su esposa) se lo encontró en la cama con Mick Jagger (hecho creo que nunca probado y que ha pasado a formar parte de las leyendas urbanas relacionadas con famosos, como que Michael Jackson siempre quiso ser Diana Ross y que él y su hermana La Toya eran la misma persona o que uno de los componentes de Modern Talking -creo que el moreno- se cayó al suelo en mitad de un acto sexual y se rompió el pene… Ejem). El caso es que desde que, siendo un adolescente, descubrí las fotos de Bowie en los 70 con aquellos estilismos que pasaban de la androginia a la transgenética o incluso transespecie interplanetaria (mucho antes de que se inventase siquiera el concepto de género fluido), con aquellos vestidos largos acampanados y su melena rubia, que poco a poco se iría moldeando en una estética glam sideral glorificada por su personaje de Ziggy Stardust, me provocó una fascinación que iba -va- mucho más allá de la admiración como profesional o la atracción sexual.

Hay que reconocer que David Robert Jones, su verdadero nombre -su hijo es el director de cine de ciencia ficción (no podía ser menos) Duncan Jones- no era solo un tío guapo y sexy (no en el sentido estético actual probablemente) sino que fue uno de los mayores magos de la música e incluso de la contracultura de las décadas de los 70 y los 80, que sacudió los escenarios y las conciencias -aparte de la moralina de la época- de toda una generación, al menos. No me puedo imaginar lo que pensarían aquellas gentes de semejante presencia y su afán rupturista. Menos mal que le acompañaban una voz y una creatividad apabullantes, envolventes, ensoñadoras, que le llevaron incluso a varios papeles en el cine (nunca olvidaré su vampiro de El ansia, junto a unas inmensas Catherine Deneuve y Susan Sarandon…). No es verdad que tuviera un ojo de cada color (aunque yo eligiera representarlo así para contentar al des-conocimiento popular -más ilustraciones de la Aristocracia del Pop en la página de Rob Cristo). En realidad, parece que lo suyo fue consecuencia de una pelea adolescente -no olvidemos que había nacido en el conflictivo barrio londinense de Brixton- en la que una de sus pupilas quedó más dilatada que la otra de por vida, dándole así ese aspecto tan singularmente reptiliano.

Según se fue haciendo mayor fue depurando su apariencia hasta convertirse en el auténtico gentleman que llevaba dentro, ese Duque Blanco que siempre había aspirado a ser. Se casó con un personaje de cómic (¿quién mejor que Iman podía haber interpretado a Tormenta/Storm de los X-Men en una versión ochentera para el cine?), nunca dejó de trabajar y de experimentar y sus trabajos nunca defraudaron, siguiendo una línea coherente, digna, con clase, algo muy difícil de encontrar hoy en día. Poco a poco se fue asimilando con otra grande de la androginia: Tilda Swinton, que por cierto colaboró con él en el perverso vídeo-autohomenaje de una de sus últimas canciones, The stars (are out tonight). De hecho, quiero iniciar desde aquí una nueva leyenda urbana para añadir a este singular personaje. No os lo vais a creer, pero me han dicho, es más, lo sé de buena tinta, que David Bowie y Tilda Swinton son la misma persona…

viernes, 9 de octubre de 2020

Viggo Mortensen mi ídolo

 

Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid). No sé si os habré contado alguna vez lo mucho que me ha gustado siempre Viggo Mortensen. Sí, está claro, es el prototipo nórdico, rubio, guapo y con ojos azules. Es verdad que cuando empecé a verle en películas como Crimen Perfecto o Psicosis (remakes, malos, de los clásicos de Hitchcock) solo me fijaba en eso. Luego llegó El señor de los anillos y poco a poco me empezó a parecer mucho mejor actor de lo que vaticinaba. Entonces leí varias entrevistas, me enteré de su pasado argentino, de lo bien que hablaba español (siendo yo mismo entre otras cosas profe de castellano, eso siempre me impresiona), pero además aprendí que también era artista, fotógrafo, poeta y no sé cuántas cosas más. Y ahora, tras haber visto su estreno como director de cine -Falling-, ya mi admiración se convierte en idolatría.

Porque, en esta maravillosa, poética y altamente recomendable película, Viggo Mortensen no solamente dirige, sino que además es uno de los dos protagonistas principales, cuyo personaje (en distintas edades) está casi en cada plano. Y al leer los títulos de crédito, tras esa maratón emocional de contención que es esta historia, me entero de que también ha escrito el guion (siendo yo también guionista, entre otras cosas, repito, pues os podéis imaginar…), ha producido el film y… ¡Hasta ha compuesto la banda sonora! Un auténtico hombre orquesta. Y todo esto así, sin darse mayor importancia, sin aparecer por ahí haciendo alardes de ego (como hacen muchos en su profesión). Más bien todo lo contrario, construyendo siempre su persona pública de una manera suave, discreta, casi secreta. Porque no sé si sabréis que lleva años viviendo en Madrid con la también actriz Ariadna Gil. Pero, ¿les habéis visto aparecer por ahí haciendo gala de superpareja? Pues no. Pues eso.

Falling es una historia seca -a pesar de la poesía que lo invade todo- precisamente por esa contención de sentimientos de la que hablaba. Viggo interpreta al hijo gay de un granjero americano (Lance Henriksen de mayor, Sverrir Gudnason de joven, dos maestros de la interpretación a los que no conocía) más que difícil, porque lo tiene todo: es tirano, sexista, xenófobo, homófobo, salido, maleducado, enfadado con el mundo y consigo mismo e incapaz de mostrar sus sentimientos. Y encima está perdiendo la cabeza al final de su vida. O sea, el típico personaje al que te apetece dar un buen puñetazo al de poco de empezar la película. Sus hijos (Viggo y una -exquisita como siempre- Laura Linney en su versión adulta y unos estupendos niños actores en la versión infantil, e iba a decir más frágil, pero los adultos tampoco están exentos de esa fragilidad) intentan lidiar con esta desquiciante personalidad en una continua batalla interna para no estallar y poner sobre la mesa todo el sufrimiento que les ha causado a lo largo de sus vidas. Y para más inri, el marido de Viggo es de origen oriental, su hija es hispana y los hijos de Linney no se quedan cortos: uno tiene el pelo azul y la otra está cubierta de tatuajes y de piercings. El show está garantizado. En otras manos este drama se hubiese regodeado en discusiones de alto voltaje, en escenas que dieran a sus protagonistas ese halo de “gran diva” que a muchos actores de Hollywood tanto gusta. Sin embargo, Mortensen se decanta por el minimalismo expresivo en todo momento (menos en uno, claro, tiene que haber un climax). Por ejemplo, la única -e intensa- escena con la hermana, es un manual del menos es más, de la retención, de la moderación: Linney intenta mantener todo el tiempo un optimismo y una brillante sonrisa que todos intuimos que en cualquier momento puede transformarse en sollozo. Incluso Viggo, en su representación (excelsa) de un hombre gay adulto que está empezando a hacerse mayor, minimiza los manierismos y la relación con su marido y su hija fluye sin artificios. Seguro que en algunos círculos criticarán que haya protagonizado él mismo la película en lugar de elegir a un actor que sea gay en la vida real. ¡Qué aburrimiento de discusión! Por favor, si son actores, la esencia de su profesión es representar ser lo que no son desde las grandes tragedias griegas…

Así que ya tenemos otro nuevo Leonardo (da Vinci), otro Durero, hombres renacentistas que lo mismo te pintaban un retrato que se inventaban una perspectiva o una máquina para volar. Viggo Mortensen toca muchos palos diferentes pero todos con arte, con sensibilidad y honestidad. Una excusa perfecta para volver a las salas de cine. Que son seguras, que os están esperando, que la cultura sigue existiendo y nos sigue necesitando a tod@s. Y nosotr@s a ella. Porque sin cultura no somos nada. 


domingo, 4 de octubre de 2020

Anoché soñe con un concierto de El columpio asesino

 


Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid). Parecía que no pero sí, hay vida para la cultura (iba a decir después, pero aún no) durante la pandemia. Anoche fue la prueba perfecta. La Sala BBK deBilbao nos ofreció un auténtico lujo: ¡Un concierto! Qué digo un concierto, más bien un conciertazo. Nada más y nada menos que El columpio asesino, en vivo, en directo, como en los viejos tiempos. O bueno, casi como en los viejos tiempos. En realidad yo nunca había estado en un concierto como este. Algo así como una tercera parte del aforo (a pesar de que había llenazo), todos sentados en sillas individuales separadas a ambos lados y delante y detrás por un mínimo de metro y medio medido del resto de asistentes. O sea, una experiencia totalmente individual, ya que no se podía ni siquiera comentar con quien hubieras ido por la distancia. Así y todo, bendita sea la velada.

Hacía… ni me acuerdo del tiempo desde la última vez que había ido a un concierto. Es verdad que hoy en día, todo lo anterior al virus me parece que ocurrió hace ya un siglo -como decía alguien en Internet, cualquier serie es ya un melodrama histórico porque nadie lleva mascarillas. Pero para mí la experiencia de ir a conciertos era la de estar de pie, bailando y con una birra en la mano, comentando la jugada con quien quiera que hubiese ido. Es verdad que, obviamente, ahora todo es distinto. Porque tiene que serlo, no nos queda más remedio. Y podemos disfrutarlo. Porque así y todo fue una sensación de vuelta a la vida, de esperanza... Disfrutar de un directo un sábado por la noche, ¡guau! Y de El columpio asesino…

La acústica de la BBK es maravillosa, la música sonaba como si estuviese saliendo directamente del disco, el juego de luces era realmente envolvente, el grupo…, ¿qué voy a decir de ellos? Solo necesito cinco palabras: IM-PRE-SIO-NAN-TE. Si los pamplonicos empezaron el concierto con su último hit, “Preparada” y lo acabaron -antes de los bises- con su ya clásico “Toro”, en medio nos deleitaron con toda una saga de títulos de lo más disfrutables entre cuyas letras pululan quasi mágicamente cadáveres, lágrimas amargas, ballenas muertas, botes de humo, copas de champán, diamantes, azotes, mataderos de uralita, perlas y vicio, sobre todo mucho vicio. Porque las letras de El columpio son letras canallas, de rock, de pop electrónico y hasta de punk, de poesía casi sórdida entonada por las voces y los gritos de Cristina Martínez (me recordaba un poco a la Chrissie Hynde de Pretenders cuando les vi en Madrid hace ya muchos años) y de Albaro Arizaleta, que consiguieron que l@s asistentes “bailaran” a pesar de estar sentad@s. Algun@s se encontraban cerca del paroxismo por la imposibilidad de lanzarse a dar saltos al ritmo de sus canciones. Y se notaba que al grupo también le hacía falta que nos echásemos allí mismo a bailar desenfrenadamente. Habrá que esperar aún, pero todo llegará.

Mientras tanto, por favor, disfrutemos de los conciertos, disfrutemos de la cultura, del teatro, de la danza, del cine… Son espacios perfectamente seguros, mucho más que el interior de cualquier bar. No les tengamos miedo, seamos sensatos, pero disfrutemos. Porque aún hay vida -incluso- durante la pandemia. Y estamos deseando disfrutarla.

domingo, 27 de septiembre de 2020

Tales of the city

 

©Rob Cristo

Año 1 d.c. (durante la crisis -de la Covid). La primera vez que oí hablar de Tales of the city (hoy en día una de las últimas series de Netflix en su reboot-continuación) corrían los primeros años 90 y yo vivía en Londres. Se trataba de una miniserie de televisión coproducida entre los Estados Unidos y el Reino Unido que estaba causando sensación en el panorama televisivo de las islas británicas, debido a que por sus imágenes transitaban con total naturalidad hombres gays, lesbianas, bisexuales, transexuales…, e incluso algún heterosexual. Recordemos que en aquella época estábamos aún inmersos en la epidemia del SIDA, lo que había rebajado muchísimo la visibilidad catódica del colectivo LGTBI+ desde principios de los 80 (justo cuando estaba empezando a despegar). El hecho de que la historia estuviera ambientada en el San Francisco de mediados de los 70, hacía que sus personajes fornicaran sin prejuicios y sin escrúpulos, mucho antes de tener que prestar atención a posibles contagios y tragedias. Ya llegaría el momento.

Porque como aprendí gracias a mis amig@s londinenses, la serie se basaba en una conocida saga de novelas escritas por el autor americano ArmisteadMaupin y cualquier gay que se preciara de serlo las conocía al dedillo. Como yo estaba por aquel entonces adquiriendo la identidad de “gay que se enorgullece de serlo” me puse a la tarea y me leí la primera de las novelas, titulada como la serie, Tales of the city. Y ya no pude parar; enseguida llegó la segunda (More tales of the city), la tercera (Further tales of the city -formando así la trilogía de los 70) y después me haría con la siguiente trilogía ambientada en los 80 (Babycakes, Significant others y Sure of you, en las que ya no se podía obviar el tema del SIDA, que tomaba protagonismo en las tramas).

Una de las curiosidades de esta saga de novelas y series de televisión es que comenzó como una columna de un periódico de San Francisco, en la que Mr. Maupin desarrolló un grupo de personajes: Mary-Ann Singleton, Michael Tolliver (Mouse para los amigos), Mrs. Madrigal, Brian, Dee-Dee Halcyon…, que creaban adicción entre los lectores, que querían saber más sobre sus vidas, sus secretos, sus romances y los misterios en los que se enredaban. Porque Tales of the City es básicamente una historia sobre la familia, pero no la familia biológica, sino (como bien explica Maupin) la familia lógica, aquella que elegimos a lo largo de nuestras vidas para compartir nuestras alegrías y nuestras miserias, o sea, esas amistades que se convierten en una constante en nuestra existencia. Pero también es una historia de búsqueda de identidad, de saber quiénes somos ahora a pesar de lo que hayamos sido antes. Y desde luego es una historia de cambios, de trans-formaciones. Los personajes no solo cambian de parejas, de amigos o de género e identidad sexual (entonces aún no se había inventado el término género fluido), los hay que cambian incluso de color de piel, es decir, de raza. Así de original es la obra de Armistead Maupin (cuya vida es el centro del documental The untoldtales of Armistead Maupin, de nuevo en Netflix).

El centro neurálgico de las historias es una singular casa de apartamentos de alquiler situados alrededor de un maravilloso jardín donde entre otras cosas se planta marihuana, a la que se accede a través de una pintoresca escalera de madera. En las novelas se llama Barbary Lane, en la realidad existe y se llama Macondray Lane. Yo estuve allí (con orgullo), en mis tiempos como redactor de Nosolomusica -cuando había presupuesto en los programas de televisión para enviarnos a la otra parte del mundo a hacer reportajes-, entrevistando al autor, un encantador Mr. Maupin, que cumplió así uno de mis sueños, pasearme por los jardines que pisaban mis personajes favoritos. La dueña de los apartamentos Mrs. Madrigal, una singular y adorable mujer de mediana edad con un pasado y un secreto, es interpretada en las series por Olympia Dukakis (las tres miniseries originales que cubrían la primera trilogía y el reciente reboot-continuación se pueden ver, claro, en Netflix). A su alrededor se establecen las relaciones entre sus inquilinos (Laura Linney -candidata a varios Oscar y protagonista de Ozark- interpreta a la intrépida Mary-Ann), cada uno con sus propios secretos, y también una espiral de misterios casi hitchcockianos, entre los que se puede encontrar pedofilia, canibalismo y hasta gurús de sectas asesinas. Según avanzan los años, los personajes van madurando y sus historias también. Hasta llegar a una tercera trilogía publicada ya en el siglo XXI, en la que nos encontramos a todos ellos (o los que han sobrevivido) afrontando el principio (o el fin) de la tercera edad. Algunos misterios del pasado vuelven a reaparecer en un guiño a los lectores fieles. Porque Tales of the city tiene una legión de seguidor@s por todo el mundo, auténticos fans que esperamos con ansia la publicación de la última novela del autor, en la que retoma a uno de los personajes de la saga a mitad de los 80.

En la ilustración que he realizado (podéis ver más en la web de Rob Cristo) como homenaje a estas Historias de San Francisco (como se titularon aquí en una edición que abarcaba las tres primeras novelas, que fueron traducidas sin demasiada creatividad y que pasaron sin pena ni gloria por las librerías españolas), he intentado recoger a los personajes que para mí son más representativos de la saga, algunos de ellos repetidos en diferentes edades, como parte de una espiral que les envuelve -romances, misterios, raptos, muertes, amnesias…- enmarcada por el fabuloso Golden Gate de San Francisco. Si os fijáis encontraréis también pequeños objetos que son símbolos de algunas de las historias más icónicas, principalmente de la primera trilogía, la más divertida de las tres. En mis sueños sería la portada de una edición cuidada de esta saga en castellano. Porque, seamos realistas en estos tiempos de Covid, ¿qué es la vida sin nuestros sueño, sin unas buenas risas, una pizca de romance, un buen misterio que resolver y la vuelta siempre a esa familia lógica a la que contarle tus aventuras?