sábado, 21 de abril de 2012

Un Bilbao de cuento


©RM
Bilbao 2012
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Calles de un Bilbao de cuento
La siguiente historia no ocurre en Bilbao, esa ciudad de cuento que mi imaginación ha construido, en el año del fin del mundo. Ni siquiera ocurre en ese reino mayor, con más tierras, con más gente, con una realidad tan complicada como ésta o incluso más. De hecho, cualquier parecido entre esta historia y la realidad siempre será “única y puramente, una gran coincidencia”. Cualquiera de los personajillos que aquí van a aparecer, no son sino un producto más de esta imaginación irreverente y calenturienta. 

Para leer el siguiente cuento, os recomiendo que escuchéis la música que os proporciono en el siguiente link: 

 
Érase una vez un lejano país, tan lejano tan lejano que ni siquiera sé dónde está. En este remoto lugar siempre había gobernado una misma familia. O quizá no siempre, pero ya nadie se acordaba de las anteriores familias que habían llegado al trono, aunque se dijera que en un gran caserón se ocultaban aún sus retratos, realizados por los más insignes pintores del pasado. Pero éste no era un país típico de esos de los cuentos tradicionales, con hadas, princesas y cazadores. Bueno, princesas y cazadores sí tenía. Era éste un país más de pandereta, todo hay que decirlo, en el que todo tipo de corrupciones y malas prácticas no sólo se habían permitido históricamente, sino que se habían jalonado durante siglos, considerándolas ya totalmente normales. Y todo porque a ellos, a sus habitantes, les gustaba considerarse “diferentes”. “Aquí todo es mejor”, decían continuamente. “Como aquí no se vive en ningún sitio…” Y lo habían repetido tanto que habían llegado incluso a creérselo. Y eso que la familia que los gobernaba los había acribillado siempre a impuestos y se había gastado las riquezas del reino en juergas y francachelas varias… 

Ay, pero eso no era todo. En este país de pandereta, no sólo la familia real extorsionaba a su pueblo. También lo hacía una organización religiosa (salvadores para unos, corruptos capaces de las mayores fechorías para otros) que siempre (o casi siempre) se había situado del lado de los más poderosos, convirtiéndose ellos mismos en propietarios de grandes terrenos y en crueles señores feudales que habían sembrado hijos ilegítimos por doquier… Llegó un momento en que este reino de pandereta no pudo más y se rebeló, harto de los desmanes de sus gobernantes (terrenales y espirituales). Y así se echaron a la calle, tomaron el poder y expulsaron del país a la familia real y a la organización religiosa. Les prohibieron la entrada y desde entonces decidieron gobernarse ellos mismos. Claro que estos inocentes habitantes no habían contado con la presencia de varios brujos y brujas que se negaban a que nada cambiase, pues hasta entonces les había ido muy bien. Así que se embarcaron en una cruzada que ellos llamaron “santa”. Y acribillaron a su propio pueblo con la excusa de defender sus almas perdidas, cometiendo crímenes sin nombre: cientos de miles de personas fueron eliminadas sistemáticamente, muchas de ellas abandonadas en las carreteras, sin ni siquiera otorgarles eso que ellos mismos llamaban “santo enterramiento”. Cuando esta cruzada tocó a su fin y los terribles brujos y brujas adquirieron el poder, el país quedó mucho peor de lo que había estado nunca. La pobreza se hizo dueña de la mayor parte de los hogares y la miseria moral e intelectual se implantó en sus vidas durante décadas. El país (que ya no era reino) se vistió de negro y los brujos y brujas camparon a sus anchas, tras permitir que la organización religiosa volviese a tomar sus posesiones e incluso más. A los que dejaron fuera del país fue a los monarcas y su descendencia, pues los brujos y brujas no querían compartir su nuevo y absolutista poder con nadie. 

Pero como no hay mal que 1.000 años dure (o eso dicen), el Brujo Mayor (así, con mayúsculas) se hizo tan viejo, tan viejo tan viejo, y su alma estaba tan podrida tan podrida de tanto reprimir y aterrorizar a sus súbditos, que un buen día se deshizo espontáneamente en sus propias cenizas. La organización religiosa, desde luego, le dio honores de santo. O casi. Pero el resto de brujos y brujas, presionados por la fuerza del pueblo, que de nuevo empezaba a mostrar personalidad y a pedir sus derechos, permitieron que la familia real volviera al país de pandereta, pensando que así les tendrían contentos y callados. Y las cosas volvieron poco a poco a la normalidad. Los reyes gobernaban, esta vez con apariencia de afabilidad para que no les pasara lo mismo y su pueblo les rechazara, y los ciudadanos se pensaban que lo peor había pasado para siempre. Pero no se daban cuenta de que los brujos y brujas que les habían oprimido durante tanto tiempo, seguían ahí, introducidos en su nueva realidad, haciéndose pasar por gente más moderna, más civilizada, más respetuosa. Pero todo era una fachada, una treta, porque ellos eran los mismos. Y los ciudadanos tampoco se acordaban de que sus muertos seguían pudriéndose en las cunetas, ni de que seguían dando su dinero (incluso sin darse cuenta) a la familia real y a la misma organización religiosa que había adorado al Brujo Mayor.

Y así siguieron durante muchos años más, sin cerrar heridas, sin reconocer al enemigo que había acampado entre ellos, sin querer ver la realidad. Y la sociedad progresó mucho y todos creían que su reino ya no era un país de pandereta y hasta en ciertos círculos internacionales se les consideraba como un ejemplo de modernidad y civilización. Vivían todos tan felices… Era como si el reino entero se hubiera dormido en un sueño feliz y la hiedra siguiera creciendo a su alrededor sin que nadie se diera cuenta, esperando a que un buen día una princesa distraída se pinchara con la aguja de una rueca… La hiedra llegó a cubrirlo todo, las calles, los ríos, los montes, incluso los cerebros de los ciudadanos. Pero una mañana, una de las princesas se pinchó con una aguja… Bueno, en realidad se puede decir que la taladró un aparato punzante  pero de índole más orgánica, más “anatómica”, aunque igual de peligrosa. Y ese fue el principio del fin, porque la gente empezó a despertarse y alguien se quejó por primera vez: “Perdonad, pero nuestros muertos siguen tirados en la carretera y el hedor ya no se puede sostener”. “Y a mí no me llega para pagar mi vivienda…” –decía otra persona. “Pues a mí me han quitado el trabajo por ponerme enfermo…” –acusaba otro. Y así se fueron multiplicando las quejas y parecía que el pueblo en su totalidad iba despertando de su largo letargo. A base de pedradas, claro. 

Y ante las continuas protestas, a los brujos y brujas no se les ocurrió otra cosa que quitarse las caretas y actuar a cara descubierta de nuevo. Y una noche hacían desaparecer el sistema de curanderos y sabios, y otra hacían que desaparecieran todas las escuelas… Y la siguiente lo sustituían todo por templos de adoración para su organización religiosa favorita… Y en medio de todo ello, la familia real, que se había relajado mucho pensando que su pueblo los adoraba sin límites, se vio sorprendida de nuevo con el riesgo de una nueva repudia. Porque el pueblo se había enterado que el rey se dedicaba a despilfarrar el dinero de sus súbditos en cacerías esperpénticas que acababan con animales sagrados, mientras sus hijas, las princesas, ambas tocadas por sendas “agujas mágicas” se enriquecían más y más con el dinero del pueblo, dejando que sus propios maridos pasaran como culpables. E incluso la reina, tan dada a aconsejar a todos sobre cómo organizar sus familias, se había acomodado y había hecho oídos sordos al harem del rey, que ocupaba un ala completo del palacio real. Y todos ellos, en mayor o menor medida, habían incumplido ostensiblemente las normas de la organización religiosa que se empeñaban en imponer a sus súbditos… ¡Era todo tal desastre…! 

Así que  al pueblo no le quedó otra que echarse de nuevo a la calle. Y cortar cabezas. Primero se encargaron de la familia real. Luego de los dignatarios de la organización religiosa que durante tantos siglos les había esquilmado y empobrecido económica y moralmente. Después fueron a por los brujos y brujas que aún manejaban los hilos del poder. Y de ahí pasaron a los usureros, aquellos que prestaban dinero a cambio de intereses inconcebibles y que luego se quedaban con los hogares de las familias cuando éstas no podían seguir pagando… Y así las calles de este reino de pandereta se llenaron de cabezas cortadas y de cuellos ensangrentados. Y el país entero olía a podrido. Ya nadie se acordaba de los muertos de las carreteras porque las calles enteras estaban de nuevo cubiertas de cadáveres. Ya no quedaban reyes ni princesas, ni altos cargos ni brujos ni brujas ni organizaciones religiosas ni usureros… O al menos eso se creía este pueblo exultante de alegría por haberse librado de una vez por todas de sus opresores… Se dedicaron a bailar sobre las calles manchadas de sangre, celebrando sin parar, tocando de nuevo las panderetas. Pero me da la impresión de que, colorín colorado, este cuento NO se ha acabado.

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