lunes, 16 de julio de 2012

¿En tierra santa? Permítame que lo dude…



©RM Mezcla en el mercado de Jerusalén


(banda sonora oficial de la entrada de hoy: Mando Diao con su "Gloria", para darle un poco de caña)

Nada  más montarme en el avión me vi sumergido en una marea de familias israelíes, todas con varios hijos y cada uno de ellos con sus correspondientes maletas (sí, he dicho maletas, no equipaje de mano). Entre tanta familia había varias ultraortodoxas, ésas que se caracterizan (aparte de por la cantidad de niños que procrean, algo casi propio del Opus) porque ellos se dejan los rizos largos por delante de las patillas, así para que cuelguen por debajo de sus amplios sombreros negros (tipo cordobés). Ellas, las que no llevan la cabeza cubierta por un pañuelo anudado a la moda de los 70, cubren su pelo con pelucas. Sí, ése es su secreto, no es que todas ellas tengan un penoso pelo sin brillo ni matiz, cortado por el peor enemigo de sus madres, es que por humildad se pasan la vida con peluca (lo que debe hacer maravillas por su cuero cabelludo, el real). El caso es que para cuando llegué a mi asiento tuve que vérmelas y deseármelas para escurrir mi exigua bolsa de viaje (la de mano) en un hueco diminuto. A lo largo de todo el viaje, sin exceptuar un simple minuto, había algún niño llorando. La comida vino acompañada de su debido certificado de ser auténtico “kosher”, es decir, que cumplía las exigencias judías de no mezclar los cárnicos con los lácteos (ni sus vajillas). Pero estaba buena, lo reconozco. 

Y así de agradablemente llegué al aeropuerto de Tel-Aviv, donde antes incluso de recoger mi maleta ya tenía adjudicada a mi propia “agenta de aduanas” (flipo, no me lo marca el corrector de Word). Esta vez no se parecía a la cerdita Peggy, era mucho más adusta y, desde el minuto 1 me dejó muy claro que no se creía ni patata de lo que le estaba contando. Me preguntó una y otra vez qué iba a hacer en su país, por qué no podía darle el nombre del hotel en el que me iba a quedar y, sobre todo, por qué no venían mis amigos a buscarme al aeropuerto. Ésta no se fijó mucho en mi edad, pero creo que se pensaba que quería entrar en su país para vagabundear… Y claro, es que mi billete de avión tenía la vuelta para más de dos meses después. Y por mucho que le conté que sólo me quedaba dos semanas en Israel y que el resto lo pasaba en Jordania en casa de mis amigos diplomáticos, ella a lo suyo, que consistía en preguntarme repetidamente los apellidos de mis amigos y cómo iba a llegar hasta Jerusalén yo solito desde el aeropuerto. Menos mal que tenía ya un plan que me había elaborado mi marido (yo no había tenido ni tiempo, tanto preparar el proyecto y mis coartadas), según el cual en el mismo aeropuerto cogería un taxi compartido y por unos 50 shekels podía llegar hasta el punto de encuentro con el resto del equipo (al parecer el único al que te llevan desde el aeropuerto en Jerusalén este, zona palestina, y es que incluso esta ciudad aparentemente santa está dividida por motivos político-económicos).

Total, que el resto de pasajeros de mi avión ya había pasado y allí estaba yo, solo frente a mi “agenta”. No me quiero ni imaginar lo que será si tratas de entrar en el país para trabajar… Estaba claro que mi historia como turista no le convencía y en breve se le unió un policía secreto al que sólo le interesaba cuánto dinero llevaba encima. Pero no, no escondía ninguna intención de soborno. De pronto, sin más ni más, mi agenta me selló el pasaporte con un rápido movimiento de muñeca y me dejó pasar, así, sin explicaciones. Pero al salir de allí, mientras trataba de recoger mi maleta solitaria, me esperaba otro agente de aduanas, diseñado especialmente para mí, ya que hablaba perfectamente español con acento latino. Así que vuelta a empezar con las explicaciones. Pero éste debía tener ganas de marcharse y no insistió demasiado. Así que las puertas de Israel se abrieron ante mí y respiré hondo. Enseguida me vi montado en mi taxi compartido (sherut). Viajábamos 9 personas: un par de mujeres judías (también se las distingue porque visten como ursulinas o simoninas, de nuevo las analogías entre religiones, con la moda que Laura Ingalls desechó de pequeñita por rancia), cinco hombres ultraortodoxos con sombrero, un israelí laico y yo, el único occidental. Uno de los hombres con sombrero de ala ancha (muy mayor, parecía que le habían pegado una paliza o que se había bebido una botella de ginebra) me pidió de malas maneras que le dejara el móvil. Y la verdad, que ante las tarifas internacionales empezando a 3 euros el minuto, ni me lo pensé. Y así empezó la ruta, mucho campo abierto con luz de atardecer salpicado de coquetas urbanizaciones de casitas color ocre. La entrada en Jerusalén no fue tan idílica: barrios hacinados donde Almodóvar podría haber rodado sin problemas “¿Qué he hecho yo para merecer esto?” Por las calles de barrios obviamente ultraortodoxos sólo se veían sombreros negros y pelucas. Las únicas mujeres que llevaban el pelo a la vista (eso sí, con horquillas hacia atrás o con coleta) eran las niñas. Todas ellas con medias y manga larga en pleno junio, temperatura rondando los 30º, para no incitar. Incluso vi a una madre con una silla de niños cubierta por una caja de cartón enorme… ¡debajo de la cual salían las piernecitas de un niños! (Dios mío, pensé, hereje de mí, ¿dónde me he metido?) Enseguida me di cuenta que yo iba a ser el último del taxi en ser llevado a su destino, así que me resigné y empecé a disfrutar con ese anti-exotismo tan radical. Por fin llegué al American Colony Hotel (5 estrellas, no, no nos hospedábamos allí), donde me esperaban mi amiga Raquel, impulsora del proyecto, y Carlos, el dire de foto (tres bilbainitos de pro perdidos en Israel). Tras los saludos de rigor nos fuimos a nuestra base en Beit Sahour, un pueblecito próximo a Belén, donde según la leyenda nació el niñito Jesús. Claro, que antes de llegar tuvimos que pasar por mi primer checkpoint.

©RM  El auténtico Portal de Belén


Un checkpoint es como una especie de control o frontera militar del ejército israelí que controla los movimientos de los palestinos en su propia tierra, Cisjordania, ocupada por los israelíes, junto con Gaza, desde 1967. En 1948, (seguramente para lavarse la conciencia de lo que había pasado durante el Holocausto, entre otras muchas razones) la ONU decidió favorecer la creación del estado israelí. ¿Y qué pasaría con los que ya vivían allí…? Uno de los conflictos más complicados e inacabables de la historia reciente acababa de dispararse. Hoy en día Israel ocupa no sólo lo que le dieron en 1948 sino también lo que cogió en 1967. Y los ciudadanos palestinos tienen que vivir de prestado en sus propias tierras (eso los que no se fueron del país). Un gran muro separa los territorios de manera absurda y todos los movimientos están controlados por el ejército (que por cierto, es obligatorio, dos años para ellas, tres para ellos). Así que, bajo el mandato israelí existen tres clases de ciudadano, o mejor dos, porque la tercera es la de los “no ciudadanos”: los de primera categoría son los israelíes de pleno derecho (judíos religiosos o laicos); los de segunda son los palestinos con pasaporte israelí, cuyos movimientos están restringidos por las decisiones aleatorias del soldadito (o soldadita) de turno. Y por fin están los palestinos sin pasaporte, son los “no ciudadanos”, los que no tienen derechos y necesitan permisos especiales para cada uno de los checkpoints, que tienen que cruzar en infinidad de casos para ir a trabajar, al colegio o a los hospitales. Y claro, pagar por cada permiso también. En general se dice que el muro separa a israelíes de palestinos. Algunos palestinos nos dijeron que en realidad separa a palestinos de otros palestinos (familias a las que ni siquiera pueden ir a visitar). A los checkpoints te acabas acostumbrando, sobre todo si estás todo el día viajando y tienes que pasar por 4 ó 5 al día. Además, como extranjeros, por lo general te dejan en paz. Todo depende. A la monstuosidad que es el muro no sé si llegué a acostumbrarme. 

Pero volvamos a Beit Sahour y nuestro pequeño hostal allí. Lo llevaba una amable ancianita a la que enseguida cogimos cariño y a la que llamábamos afectuosamente “granny”. Era muy pequeñita y nos miraba siempre hacia arriba, sin entender ni la mitad de lo que le decíamos. Y su principal obsesión era… que comiéramos muchos huevos en el desayuno. Todos los días. Cuantos más, mejor. A veces, incluso salía a despedirnos a la puerta por las mañanas, cuando nos íbamos a rodar. Su hostal pertenecía a la Asociación de Ayuda a las Mujeres Árabes. Granny era cristiana, así que no llevaba ningún tipo de velo ni turbante ni peluca. De hecho, en Beit Sahour y en Belén había una gran comunidad cristiana, me imagino que por cercanía al pesebre.

©RM  Aquí derramó su leche la Virgen


Al día siguiente a mi llegada me llevaron a ver el Portal de Belén, el de verdad. O eso dicen. Yo, como soy ateo, agnóstico y hereje, me remito a las pruebas. Lo que allí había era una bonita iglesia, con un sótano (lleno de dorados, algo tendría que decir al respecto nuestra querida Chus Lampreave) donde en un agujero como de chimenea decían que había nacido Jesús. Yo lo único que vi fue la espalda de una mujer arrodillada que limpiaba incesantemente (creo que había algo que se podía besar, ¡¡¡puaghhh!!!). A la vuelta de la esquina había otra iglesia, más discreta, donde dicen que la Virgen dio de mamar al niño y donde (hasta qué punto pueden llegar algunos “detalles históricos”… ¡Qué memoria tienen algunos!) parece ser que se le escapó ese chorrito de leche que tantas veces se ha representado en la historia del arte. En fin, nunca pensé que pisaría Tierra Santa. Ni que me impresionaría tan poco, al menos espiritualmente. Y ahora, seguro que por contar todo esto ya me he ganado el infierno, donde seguramente me las tendré que ver con Rajoy, o con Andreita Fabra (jodida ya para entonces eternamente a pesar de su familia, sus prebendas y sus loterías)  ¡qué aburrimiento! Están empeñados en devolvernos a la España ésa de la posguerra y la miseria que mi abuela recordaba con tanta aprensión, llena de hambreanalfabetismo e insalubridad. ¿Se dedicarán también a inaugurar pantanos? Mira que igual eso traía trabajo…

La Chus Lampreave
Miseria que vuelve

Mientras tanto yo escribo esto sentado en una terraza de Ammán, tomando una bebida no alcohólica, en un descanso de la preparación del montaje de nuestro proyecto, escuchando música árabe y rememorando mi primera impresión de Israel. La calle donde estoy se llama Rainbow Street y es la única, probablemente en toda Jordania, donde existe un local cuyo dueño es abiertamente gay y donde, al parecer, se reúne la reducida comunidad gay internacional que aquí habita. ¿Será coincidencia lo del nombre de la calle?

©RM  No es San Francisco, sino Ammán


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