domingo, 8 de julio de 2012

Lejos de la tierra



 ©RM
Dos jordanos muy naturales... Todos no son así
Hoy no puedo decir eso de “Bilbao 2012, año del fin del mundo”. Simplemente porque no estoy en Bilbao. Llevo casi un mes fuera de mi tierra y ya echo de menos la lluvia. O sea, el verde. El caso es que aún me queda más de mes y medio hasta que pueda volver y, sinceramente, ni siquiera sé si para entonces seguirá existiendo ese país. O al menos, tal y como lo conocía, tal y como lo hemos conocido todos hasta hace poco. Por lo que veo cada vez que abro internet y porque llega la temporada de vacaciones (ésa que a nuestros políticos tanto les gusta usar para tomar las decisiones más polémicas sin que nadie se dé cuenta porque todo el mundo está al lado de la piscina con una cervecita en la mano…) me temo que el Apocalipsis, así, en negrita, o sea, el fin de la sociedad de bienestar, ya ha llegado. Y no nos engañemos, o mucho vamos a tener que pelear por ella, o ya le podemos dar nuestras honras más fúnebres.

Pero como hoy no quiero hablar ni de política ni de religión (que luego ya sabemos cómo
Annie B Sweet es española...
me pongo…) lo mejor será que me centre en explicar dónde estoy, cómo he llegado aquí y por qué. Os voy a llevar en una road movie que sólo puede ir acompañada por la música de
Annie B Sweet. Relajaros en vuestro asiento de ordenador, conectaros con el siguiente link y… “ajústense los cinturones, señoras y señores, porque se aproxima tormenta” (Bette Davis en “Eva al desnudo”)


 ©RM
Luna árabe sobre Jordania

Empiezo a escribir esta historia desde… ¡¡un centro comercial!! Y cualquiera que me conozca mínimamente se preguntará “¿pero qué hace éste en un centro comercial, si no los soporta?” Pues la verdad es que, a las tres del mediodía, en Ammán, la capital de Jordania, no hay mucho más que puedas hacer. A no ser que quieras volver a dormitar en tu sofá hasta que lleguen las 7, hora en la que todo el mundo se echa a la calle porque el sol ya ha bajado y la brisa hace que el aire se respire con agrado. Incluso algunas noches te tienes que poner algo encima (sí, venga, lo digo, una rebequita…). Vamos, casi casi como si estuvieras en Bilbao. ¿Que qué hago en Ammán? Es una larga historia. Todo empezó cuando mi amiga Raquel me propuso hace ya bastante tiempo, llevar a cabo un proyecto que ella trataba de sacar adelante y que por fin estaba tomando forma. Pero igual hay que alejarse un poco más en el tiempo para entender realmente todo esto. Así que venga, ¡flashback!: mi primer año de carrera, en Bellas Artes; la novia de uno de mis mejores amigos de clase me presenta a una chica que venía de familia de brujas. Sí, así como suena, de brujas, de las que leen el porvenir. Su abuela, su madre y también ella, habían nacido con esa capacidad: podían leer el futuro en las líneas de la mano. Y eso que no eran gitanas. Aquella chica, a la que nunca jamás volví a ver, me contó un par de cosas bastante creíbles que no se me han olvidado. Primero me dijo (o me predijo) que mi vida sentimental iba a ser muy complicada (y vaya si lo fue) y que no sería hasta una edad más o menos madura que conocería a la persona con la que iba a compartir mi vida (llevo ya más de 14 años con mi marido, con el que este mes celebraré -a distancia- cinco años de casados, eso claro, si el Tribunal Constitucional y Mariano Rajoy no nos descasan antes). La otra cosa que me dijo y que nunca se me olvidó fue que iba a elegir un trabajo que me llevaría a recorrer mundo. Y al poco de volver de Londres e instalarme en Madrid, empecé a trabajar en “Nosolomusica” y la verdad que desde entonces no he parado de viajar. De San Francisco a Moscú, de Budapest a la República Dominicana, de Washington a Estocolmo… Pero lo que nunca pensé es que acabaría pasando más de dos meses en Oriente Próximo

 ©RM
Jerusalén, foco de conflicto
Esta aventura empezó a mediados del mes pasado, más concretamente el 12 de junio. El mismo día que acabé el curso de inglés que he estado dando a un grupo de simpáticas dependientas a través de una empresa de formación, volví a casa, conseguí cerrar mi maleta sin tener que sentarme encima (cosa que mi amiga Mª Mar tuvo que hacer un par de veces para ayudarme cuando me iba a Londres) y llegar a tiempo de coger el autobús a Madrid (viaje que me conozco de memoria sobre todo tras la cantidad de veces que lo hice el año pasado, cuando me trasladé a Bilbao pero mi marido seguía en la capi). Me recibió mi querida Lourdes y nos fuimos a tomar unas cañas, como hacíamos siempre cuando aún vivía allí. En la terraza, o más bien la calle, de “La Escondía”, con Lidia. Como en los “ya” viejos tiempos de Madrid (al final todo acaba convirtiéndose en eso, en viejos tiempos). Con ellas compartí mis temores de lo que pasaría al día siguiente, cuando tuviera que entrar en Israel por la puerta grande. O sea, por el aeropuerto. (Perdón, tengo que contarlo, acaba de sentarse en la mesa de al lado mío una chica muy joven con burka negro y gafas de ver. Os parecerá una tontería pero es la primera que veo desde que estoy aquí que cumple todas esas características) ¿Dónde estaba? ¡Ah, intentando entrar en Israel. Os parecerá una tontería, pero no es moco de pavo. Depende de quién te toque en la aduana, te puede tocar todo lo que quiera, incluidas las narices. El caso es que yo volaba con Iberia (o eso creía), lo que me daba cierta tranquilidad. Pero nada más llegar a la T4 (tras pagar los 4 euros que la Espe ha impuesto para el metro al aeropuerto y por cuyas protestas ya ha detenido a varias personas tratándolas “supuestamente” casi como a terroristas) me encontré con que no, con que Iberia simplemente ponía el nombre al vuelo pero realmente viajábamos con una línea israelí. Y allí empezaron las molestias. Antes incluso de facturar, aún en suelo español, tuve que pasar el interrogatorio de una simpática rubia que se parecía bastante a Ms Piggy, pero
Cómo se parecía la agente de aduanas...
era mucho más tonta que la agradable cerdita. Tras preguntarme repetidamente lo que iba a hacer a Israel, con quién y por qué (gran táctica para potenciar el turismo en el país), con cara de no creerse una mierda de lo que yo le respondía, empezó a darle vueltas a mi pasaporte. Y venga a mirarme y a murmurar algo entre dientes. La verdad es que yo ya no me parezco nada a la foto del pasaporte, que tiene más de cinco años, y en la que aparezco con el pelo oscuro, más o menos largo-borroka y con perilla. Unos días antes de coger el vuelo se me ocurrió afeitarme la cabeza y no sé qué brillaba más si mis sienes, mis miedos o las canas cortadas al 1. El caso es que finalmente la cerdita Peggy me dijo que había algo erróneo, que era demasiado joven para la fecha de nacimiento que aparecía en mi pasaporte… No me lo podía creer, cuando ya me acerco más a los 50 que a los 40, con la cantidad de canas que peino, aún alguien me dice eso… “¿Y es un problema?”-le dije, “pues a mí me has alegrado el día”. A la cerdita le debió de parecer divertido y me dejó pasar, no sin antes ponerme una calificación en el pasaporte, que ciertamente no se correspondía con “limpio de toda sospecha”, por lo que comprobaría después. Ah, también me preguntó, claro, si alguien me había dado algo para llevar a mis amigos de Jordania, porque no sería la primera vez que algo así pasaba. “¿Y sabes lo que había en el paquete que les habían dado?” –me dice la cerdita con los ojos abiertos por la incredulidad: “¡Una bomba!” Y yo abro los ojos aún más que ella, fingiendo estar patidifuso por la sorpresa, y exclamo: “¡Oh, no! ¿De verdad? ¿Pero cómo es posible?” Ella se queda contenta de haberme sorprendido tanto y me deja pasar. Y yo me voy hacia la puerta de embarque pensando “si esto ha sido antes de montar en el avión, no me quiero imaginar cómo será al llegar allí”.

 ©RM
Mercado de Jerusalén
Quizá os preguntéis por qué me preocupaba tanto la llegada y el interrogatorio. Bueno, principalmente porque el proyecto en el que iba a trabajar era una denuncia de las prácticas abusivas del gobierno israelí sobre los niños palestinos. Y aunque no llevaba nada en mi equipaje ni en mi persona que me delatara, y pensaba entrar como turista, la culpabilidad se lleva en el rostro. Y a mí nunca se me ha dado bien mentir. Además, había leído ya lo suficiente sobre la insistencia de las fronteras israelís como para no apetecerme demasiado el asunto. Sobre todo porque ni siquiera podía decir a qué hotel iba, porque la ONG para la que trabajábamos no había sido capaz de confirmárnoslo. Y es que educarse en un colegio de salesianos dictadores y caprichosos deja huella en el carácter de uno cuando se trata que enfrentarse a la autoridad... Y al fin y al cabo, eran los israelís los que debían dejarme entrar en su país militarizado. Lo más que podía pasar era que me deportaran. Hasta ese momento de mi vida, nunca me habían deportado. ¿Qué se sentiría?

No hay comentarios:

Publicar un comentario