viernes, 3 de febrero de 2012

Nuevo en Bilbao


©RM
Vista de Bilbao con la omnipresente Torre Iberdrola
Todavía hoy, nueve meses después de mi regreso, me considero nuevo en Bilbao, la ciudad donde pasé mi primera juventud, aunque nunca viviera realmente en ella. Me explico. Yo nací y me crié en uno de los pueblos industriales de la margen izquierda. Pero desde que empecé la universidad, casi puedo decir que pasaba más tiempo en Bilbao que en mi propio pueblo. Por eso considero que fue allí, o mejor, aquí, donde pasé esa parte de mi juventud, allá por los locos años 80. En aquella época Bilbao era una ciudad gris, llena de humo, con fachadas que aún no habían sido restauradas, sin metro, sin fosteritos, sin el Guggenheim… Y además, llovía todo el tiempo. Pero para los que veníamos de los pueblos de alrededor, Bilbao no dejaba de ser “la capi”, la gran urbe, aquella donde todo era posible. O casi todo. A los que nos gustaba la noche no olvidaremos las horas pasadas en garitos como el Gaueko, el Txoko-Landan, Distrito Nueve, La Otxoa, o cafés como el Bizitza y el Lamiak, y claro, las calles Barrenkale y Somera… 

Pero para finales de los 80, más o menos cuando yo acababa la carrera, las posibilidades laborales no eran tanto “posibilidades” como carambolas. Ahora parece que la crisis que estamos viviendo es la única que la gente recuerda, pero los que nos licenciábamos en aquella época no veíamos un futuro muy prometedor. La industria había desaparecido y nadie sabía cómo iba a sobrevivir esta zona. Desde luego, a nadie se le había ocurrido aún plantar un increíble museo en el centro de Bilbao y transformarlo en un destino turístico (aunque Gorordo estaba empeñado en poner un cubo de cristal sobre la Alhóndiga, hmmm, me pregunto…).

Así que yo, fue acabar la carrera y echar a correr. En busca de oportunidades, en busca de ampliar mis horizontes. Vamos, en busca de una vida que aquí, sinceramente, no me parecía que iba a encontrar. Así que agarré cuatro bártulos y me fui a Londres (lo de los cuatro bártulos es un decir, porque recuerdo que una amiga se tuvo que sentar encima de la bolsa para que pudiera cerrarla). Era lo que se hacía en aquella época si se quería ser moderno, irse a Londres. Y yo por aquel entonces, me creía muy pero que muy moderno. Y allí me planté. Aquello sí que era una gran urbe. ¡Pfff! Nunca dejaba de sorprenderte, para bien y para mal. Decidí darme un plazo de tres meses para ver cómo me sentaba la experiencia. Pero el tiempo en Londres parece que transcurre a otro ritmo muy diferente que aquí y para cuando me quise dar cuenta habían pasado... ¡9 años! Y la verdad que pensar en volver a la tierra, aunque siempre había estado en mi cabeza, daba mucho vértigo. Parecía más una caída libre sin paracaídas… Pero las raíces tiran y decidí dar el paso. No del todo, porque al final acabé instalándome en Madrid. Pero al menos me había acercado y podía visitar más a menudo.


©RM
Bajada a la Plaza de Unamuno, en el Casco Viejo
Para entonces ya estaba aquí el Guggy. Y habían crecido en mitad de las aceras esos sofisticados champiñones metálicos diseñados por Foster. ¡Qué cambio se notaba en la ciudad! Hasta empezaban a verse guiris perdidos consultando mapas… Pero a mí todavía no me parecía el momento de volver del todo. Aún me faltaba mucho por sacar de las grandes ciudades. Así que el tiempo volvió a pasar de nuevo de una extraña manera. Y de pronto hacía ya 13 años que vivía en Madrid. Y los cambios habían seguido produciéndose en Bilbao hasta darle ese aire cosmopolita que tiene hoy. Y cada vez que venía, más a gusto me encontraba. Me seguía encantando pasarme por los baretos del Casco Viejo, ponerme fino a pintxos, encontrarme con antiguas amistades… Y eso que ya habían cerrado el Gaueko, el Txoko-Landa y hasta el Distrito Nueve (que por cierto acaban de reabrir). Pero ahí seguían el Bizitza, el Lamiak y desde luego Barrenkale, Somera… Eran anclas que te daban un sentido de pertenencia, aunque se parecieran ya poco a lo que recordaba. Claro que yo tampoco era el mismo.

Esa forma extraña de pasar el tiempo que tenían las grandes ciudades había hecho que de repente me plantara en los 40. No sé cómo, aún me lo pregunto… Pero la verdad es que, cuando cumples las cuatro décadas, las grandes urbes empiezan a perder su atractivo y tú comienzas a apreciar más la calidad de vida, la proximidad de las cosas e incluso de la familia, los espacios más pequeños y el encontrarte con viejos amigos por la calle. Así que me di cuenta de que había llegado mi momento y decidí retornar. Pero esta vez de verdad, a mis raíces, a Bilbao. Porque en todos estos años que he pasado fuera, cuando alguien me preguntaba de dónde era, yo siempre respondía –“de Bilbao”. Ya se sabe que los de Bilbao nacemos donde queremos.

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