domingo, 26 de febrero de 2012

La máquina del tiempo



©RM
Bilbao año 2012
Bilbao. Año 2012. Año del fin del mundo. Vuelvo a casa tras un fin de semana fuera para celebrar mi cumpleaños y me pregunto cuántos mensajes tendré en el teléfono fijo felicitándome. Escucho con ansiedad la voz de esa mujer borracha que me lee los mensajes a través del aparato -¡¡¿Cómo podrá beber tanto y todos los días?!!- “Tiene… 1 mensaje nuevo.” ¿Un mensaje? ¿Sólo uno? ¿Cómo es posible? ¿De quién será? Con gran sorpresa escucho la voz de mi amiga Marie, la que el día del funeral de Lady Di me arrastró por las calles de un Londres tan desierto que parecía postapocalíptico para elegir su vestido de novia. Me llama desde Liverpool, donde ahora vive, y me desea un Happy birthday con el más profundo acento livepooliano, o como se diga, nunca entendí eso de los gentilicios… Total, que me hace muchísima ilusión porque no he oído su voz en un par de años, cosas de la vida. Y claro, entiendo inmediatamente por qué sólo tengo un mensaje en el contestador del fijo: porque todas las demás felicitaciones me han llegado vía móvil. Alguna que otra también por correo electrónico. Ninguna por Facebook, mis amigos saben que no soy un fanático de las redes sociales… Y es que en el año 2012 ya casi nadie deja mensajes en el contestador automático del teléfono fijo… De hecho ya cada vez menos gente tiene fijo en casa. Igual es que no les gusta la voz de la borracha, quién sabe. O quizá es que los tiempos han cambiado tanto y tan rápido en tan sólo unos años… ¡Ay, los tiempos! El tiempo… 

 Y como en mi entrega anterior mencionaba a H.G. Wells, me puse a pensar en su obra, La máquina del tiempo. Recuerdo una peli de los años 60, de ésas de serie B, que aquí se tituló El tiempo en sus manos, y que adaptaba la obra de Wells. De hecho, Rod Taylor (el prota de Los pájaros) interpretaba al propio autor metido en su novela y llevando a cabo su particular viaje en el tiempo… Vamos, que rizaba el rizo de la paradoja temporal y del metalenguaje mucho antes de que estos términos fueran de uso habitual entre los “intelectuales”. A lo que iba, Rod Taylor se encontraba en sus viajes por el tiempo con Yvette Mimieux, una actriz guapísima que acabaría también perdida en los extraños vericuetos del tiempo… O de la vida, que al fin y al cabo es lo mismo (¡qué paradójico es todo hoy!). Otra de las películas que versionaba la obra de Wells era de los años 70 y se tituló Los pasajeros del tiempo; en ella de nuevo el propio Wells, esta vez interpretado por Malcom McDowell (el de La naranja mecánica), viajaba al presente para seguir a Jack el destripador, que se había colado no se sabe cómo en su máquina del tiempo… Cosas del destino. Y de Hollywood. Más tarde vendría una versión inmunda de los 2000 con el único interés de ver a Guy Pearce (el de Priscilla, reina del desierto) medio desnudo danzando por las entelequias temporales…

Con todo esto se puede apreciar que a mí, la idea del viaje en el tiempo, me ha atraído desde mi más tierna infancia. No digamos ya cuando se recreaba en series míticas como Star Trek, en las que las paradojas temporales daban lugar a vidas alternativas… ¡Ay, las vidas alternativas! ¡Cómo quisiéramos todos saber qué hubiera pasado si…! Pero de eso ya hablaré otro día. Hoy me toca contar mi particular viaje en el tiempo, justo después de mi cumpleaños. Y sólo puedo avanzar, que no cumplía 20. Desgraciadamente. Aunque tal y como está la cosa, no sé yo… 

Total, que en cuanto la mujer borracha me dijo que mi único mensaje se había terminado y que no tenía más (mira que es vengativa la condenada), colgué el teléfono e inmediatamente supe que me preparaba para un viaje temporal. Sabía que la primera vez que cruzara la entrada de uno de los fosteritos que inundan Bilbao, ocurriría. Y así fue. Me vi metido en un tumulto, como en aquel anuncio de colonia para hombres, y acabé… en el Bilbao de los 80, el que yo conocí tan bien cuando era incluso más joven que ahora. De pronto estaba saliendo de la estación de La Naja, del tren que venía de la margen izquierda y que tenía parada al principio del puente del Arenal. Todo era gris a mi alrededor, el cielo, los edificios, los coches, las personas… Bueno, las personas no tanto. En realidad las personas eran lo menos gris que había entonces en Bilbao. Porque era la época de las tribus urbanas y por la calle lo mismo se veían punkis que hippies, que te cruzabas con borrokas o posmodernos,  rockabillys, pijas, yonkis (bueno, esos no eran una tribu urbana precisamente)… Era toda una oda a la diversidad. De hecho, yo mismo en aquella época, me consideraba posmoderno. O nuevo romántico. Vaya, que las fotos enrojecerían hoy a cualquiera. Pues así bajaba yo por el puente del Arenal en mi personal viaje temporal, ataviado como el miembro pródigo de Spandau Ballet. El Arriaga estaba hecho un fantasma pues todavía no había sido restaurado. Y el Casco Viejo vivía su rehabilitación tras las inundaciones. Recuerdo que siempre entraba por las calles del Casco, pero que me daba miedo ir por la Ribera, porque a varios de mis amigos les había atracado allí algún yonki con una jeringa manchada de sangre (eran los tiempos más inciertos del SIDA). Así que yo entraba por la calle Bidebarrieta y luego seguía por Jardines, para hacer mi acostumbrada parada en la tahona y comprarme un pastel vasco. (¡Qué curioso que la tahona siga estando aún all mismo hoy día y que sea exactamente igual a como está en mi viaje temporal a los 80!) De ahí, seguía hasta llegar al Lamiak, que era el sitio donde generalmente quedábamos, aunque siempre me daba vergüenza que todo el mundo te mirase al entrar. El local está más viejo que como es hoy en el 2012, pero las mesas son las mismas y los cuadros probablemente eran entonces mucho más modernos que ahora. Mis amigos (algunos de los cuales serían los mismos si quedase allí hoy en día) llegarían puntuales. Hay que recordar que en aquellos tiempos no existían los móviles y por lo tanto no se podía avisar a última hora con el típico sms: “Llego tarde, enseguida estoy allí.” Así que la gente llegaba a la hora y luego las conversaciones no se interrumpían continuamente porque alguien tuviera que salir del local para hablar por el móvil ni tampoco nadie se pasaba media hora enviando mensajitos mientras tú hablabas… Eso sí, los cafés, los bares, las discotecas, estaban llenos de humo y siempre llegabas a casa apestando a tabaco aunque tú no fumaras. ¡Ah! Imprescindible: por si acaso conocías a alguien, había que llevar un boli para apuntar su teléfono (fijo, claro). Y claro, luego tocaba esperar a que te llamase. No podías enviar el típico: “Me ha encantado conocerte” o “¿Nos vemos?” Y encima, como todavía vivíamos en casa con padres, hermanos y demás, si por un casual te llamaban, tenías que tirar del cable del teléfono todo lo posible para meterte en tu habitación y tener un mínimo de privacidad en la conversación. Hoy en día, sin embargo, a todo el mundo le importa un pimiento su privacidad y la gente cuenta sus escarceos amorosos a grito pelado en pleno autobús… Además, en aquellos no tan lejanos 80 ni siquiera existía el contestador automático. Así que tocaba eso de llegar a casa y preguntar todo el tiempo: “Ama, ¿me ha llamado alguien?” A lo que generalmente te contestaban: “¿Pero quién te tiene que llamar?” Y ahí ya tenías que salir por peteneras, porque lo principal para nosotros, entonces, era la privacidad. Éramos así de modernos. 

©RM
Distorsión Bilbao 2012

Total, que mi noche en los 80 no sería probablemente muy distinta de una de ahora. O quizá sí: bebería mucho más sin miedo a resaca, bailaría hasta el amanecer y la música sería mucho mejor, eso sin duda. Probablemente a lo largo de la noche escucharía algo de Radio Futura (qué pena, se ha muerto esta semana Enrique Sierra), Alaska y los Pegamoides, Spandau Ballet, Duran Duran, Fine Young Cannibals, Mecano, David Bowie, Pretenders, Burning, Olé-Olé, Prince, Bob Marley, El último de la Fila, Duncan Dhu y si había suerte igual hasta caía “La chica de ayer” de los maravillosos Nacha Pop… No tendríamos que aguantar nada de Reggaeton ni chunda-chunda barato ni triunfitos. Eso sí, hasta las 5.20 de la mañana no había tren de vuelta. De todas formas, casi siempre volvíamos más tarde.

Al volver a meterme a la estación de tren, para ir a casa y llegar antes de que se levantase mi abuelo, me ocurrió algo extraño (aunque habitual en los viajes temporales): nada más coger el tren supe instantáneamente que ya no estaba en Bilbao, ni siquiera en los 80. Eran los 90 y yo vivía en Londres. Así que salí del metro en la estación de Highbury & Islington, crucé el parque y me fui a casa. Al despertar por la mañana, como aún era mi cumpleaños, esperaría con ansiedad el sonido de las cartas al caer por la ranura de la puerta. Era el momento favorito del día. Me llegaban a montones, desde días antes de la fecha. Largas y exquisitas cartas de amigos y familia. Con qué ilusión las leía y contemplaba las distintas caligrafías, los dibujitos con que las decoraban, los paquetes de pipas que me enviaban o la revista Fotogramas para que estuviese al día de lo que ocurría en el Nuevo Cine Español. Algunos también llamaban por teléfono, pero entonces las conferencias internacionales eran prohibitivas. Y recuerdo recorrerme cabinas de teléfono, de esas rojas que salen en las películas, para hablar con algún amigo especial o con mis padres, porque salía más barato que desde casa. Los amigos de allí, los de Londres, me dejaban interminables mensajes en el contestador. Porque ¡por fin había llegado! La preciada maquinita que se enchufaba al teléfono y tenía dentro una cinta de casete pequeñita que a veces se enredaba y te estropeaba, justo, ese mensaje que estabas esperando porque le habías escrito el teléfono en una servilleta a alguien… 


©RM
De vuelta a Bilbao 2012
Según me dirigía a la celebración de mi cumple en un restaurante indio no se me ocurrió otra cosa que meterme de nuevo en el metro. Y claro, acabé saliendo en plena estación de Chueca, en Madrid. En los 2000. Aún quedaba algún travesti trasnochado por la plaza. Y allí sí que sí. Allí ya me felicitaban por e-mail, alguno todavía por carta, aunque eso fue muriendo sin remedio, muchos me dejaban mensajes en el contestador (que ya estaba incorporado dentro del mismo teléfono) y otros incluso me llamaban al móvil. Claro, eso fue cuando por fin decidí comprarme uno. Ya que durante años, me resistí y, gracias a eso, me libré de un montón de marrones en el trabajo. Cuando surgía una urgencia, la jefa siempre llamaba a alguno de mis compañeros con móvil porque llamar al fijo le resultaba demasiado personal… ¿Y hoy? ¿Hay algo que todavía sea demasiado personal? Las compañías de teléfonos te llaman indistintamente al fijo o al móvil a cualquier hora, se dirigen a ti con extraños acentos por nombre y apellido e interrumpen lo mismo desayunos que comidas o cenas. Y las conversaciones no digamos, todo el mundo acaba hablando del último modelito en iphone, ipad, i esto i aquello... El otro día alguien me enseñaba una aplicación del smartphone que te indicaba con total exactitud (y foto incluida) los gays que se encontraban a tu alrededor, concretando incluso la distancia (¿¿??). También me hablaron de otra aplicación que, estés donde estés, siempre te indica dónde está Cuenca (vaya usted a imaginarse por qué). Así que yo, sin ir más lejos, al finalizar mi particular viaje temporal, ya de vuelta en Bilbao en 2012, no he podido resistirme a hablar a través de skype, con una amiga que vive en Jordania, y saludar a través de la pantalla a su hija pequeña, que estaba muy mona. ¿Quién se lo hubiera dicho a H.G. Wells? ¿O a Mr Spock, de Star Trek? Todavía no nos teletransportamos, como hacían ellos. Pero tranquilos, todo llegará. Claro, eso será si no se acaba el mundo este año. O si Urdangarín no acaba con sus huesos en prisión y desbarata el poco orden cósmico que aún queda…

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