viernes, 2 de marzo de 2012

Regreso a la máquina del tiempo



©RM
La Torre Iberdrola, centro empresarial...
Paseaba yo por mi barrio de Bilbao en mi devenir diario, ocupado como sólo los quasi parados pueden estar (sí, ya he conseguido un trabajo de 4 horas a la semana, pfff, la reforma laboral debe estar haciendo milagros…), porque de verdad que no me da tiempo para nada. Pues como decía, paseaba yo por mi barrio, recordando aquella película de la que os hablaba, “Los pasajeros del tiempo”, y pensando, -pues si en esa película H.G. Wells tenía que perseguir nada más y nada menos que a Jack el destripador desde el siglo XIX a los años 70 del siglo XX, ¿a quién debería perseguir yo por las calles de Bilbao y dónde se escondería esta vez la máquina del tiempo? Y en ésas estaba cuando de pronto, en el campo de balonmano de la esquina (¿vuestro barrio no está lleno de campos de balonmano?), ¿a quién creéis que vi? Pues al mismísimo Urdangarín. Así, como suena, sin nombre de pila ni nada. Y ahí me quedé, pasmado ante su delgadez mientras jugaba un partido con ¿amigos… socios… trabajadores… estafados? Total, que cuando acabaron el partido y se fueron a cambiar, no pude evitar quedarme a esperar mientras mi cabeza trabajaba a velocidad de tablet última generación. Jack el destripador, Urdangarín, Jack el destripador, Urdangarín… Y enseguida lo tuve claro: tenía que seguirlo hasta donde quisiera que me llevase. Así que allí me quedé, esperando. 

Jack el destripador busca víctimas
Urdangarín en sus buenos tiempos
El mejor James Bond
Al de un tiempo prudencial, suficiente para que un miembro de la casa real se limpie sus partes (¿no había una teoría que decía que Jack el destripador pudo haber sido un miembro de la familia real inglesa, hijo o sobrino de la reina Victoria?), allí salió el duque, con el pelo remojado, con ese mechón blanco tan distinguido, a lo Cruella de Vil. Y atentos a la jugada, porque llevaba dos maletines bien llenos, de esos que suelen llevar George Clooney y Brad Pitt en las películas cuando roban bancos… Y claro, tal y como están las cosas en la realeza últimamente no tuve más que sumar dos y dos para darme cuenta de lo que allí transportaba su alteza, o como quiera que se refiera uno a un duque (por cierto, mi amigo Álvaro en la universidad siempre me llamaba “El duque”, mucho antes de que ese título pasara a delincuentes como el personaje de Miguel Ángel Silvestre u otros que ocupan portadas…). Así que ni corto ni perezoso, puse mi mejor cara de James Bond (pero del bueno, o sea, de Sean Connery cuando sonríe de medio lado) y le seguí por todo Bilbao: por la ribera de la ría hasta pasar por delante del Guggy, donde se debió de dar cuenta de que le seguía e intentó despistarme tomando la Alameda Rekalde hasta Moyua, donde bruscamente se encaminó hacia el Museo de Bellas Artes (mi preferido en la ciudad). Lo más curioso es que, en todo este tiempo de persecución, nadie parecía reconocerle por la calle, éramos sólo él y yo, por las calles de Bilbao. Del Museo de Bellas Artes le seguí hasta la plaza de Euskadi, cómo no, ¿adónde puede ir un alto ejecutivo miembro de la realeza (por matrimonio) y sospechosísimo de fechorías contra las arcas públicas? Pues a una gran multinacional. Así que el duque entró, sin pensárselo, en la Torre Iberdrola. Sí es verdad que, justo antes de cruzar la puerta, miró hacia atrás de reojo, como para asegurarse de si yo aún le seguía. No sé si os habréis fijado en esa entrada de la torre, pero parece como el cuerpo de un caracol con un macrofalo por concha… También tiene un cierto toque oriental, como esos templos japoneses que dan tanta paz… (algo que las facturas de Iberdrola nunca consiguen). Pero yo en aquellos momentos no pensaba en todo esto, sólo en no perder ningún umbral que cruzase el prófugo, pues tras mi experiencia de la entrega anterior sabía que cualquier entrada podía ser… ¡La máquina del tiempo! Así que me abalancé sobre la puerta de cristal sin pensármelo y la crucé casi al mismo tiempo que su alteza… 


©RM
¿No hay algo irreal en todo esto?
Y claro, pasó lo que tenía que pasar. De pronto estábamos frente al Museo de Bellas Artes, pero tal y como estaba en los años 80, desde luego no había ni Torre Iberdrola ni edificios posmodernos ni plaza de Euskadi, sino sólo una rotonda llena de coches y un museo con una exquisita colección de arte gótico (una de las mejores del mundo). Urdangarín ni se inmutó, obviamente sabía muy bien lo que hacía al cruzar esa puerta y de pronto entendí por qué nunca se va a encontrar prueba alguna de sus desfalcos: porque su dinero no está situado en un lugar escondido libre de impuestos, sino en un “tiempo” escondido, aquí mismo, en Bilbao, pero en los 80. El marido de la infanta emprendió de nuevo la marcha y se dirigió hacia la entrada del museo. Según llegábamos allí me di cuenta de que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo: había un montón de jóvenes (con crestas, hombreras y pelos muy cardados) cruzando repetidamente el cruce del semáforo, creando un tumulto que no permitía pasar a los coches. Y entonces lo supe, estábamos en mi cuarto año de carrera, cuando yo estudiaba Bellas Artes y los estudiantes nos habíamos rebelado por falta de materiales. Y no se nos había ocurrido otra cosa para hacer pública nuestra protesta que bajar desde la facultad de Leioa al Museo de Bellas Artes para apoderarnos de él. Pero antes teníamos que dar muestras de nuestro enfado pacífico a la ciudad, así que decidimos cruzar interminablemente el mismo semáforo para paralizar el tráfico. He de decir que fue todo un éxito, salimos en las noticias, pasamos la noche durmiendo con sacos en los suelos del museo y, para cuando nos levantamos por la mañana, ya nos habían concedido todo lo que pedíamos (se habían acojonado por si acaso nos daba por destrozar la colección, incautos, como si nosotros, amantes del arte, fuéramos capaces de algo así…).

En ese momento supe que, si miraba con atención, me encontraría a mí mismo pasando ese cruce de semáforos, pero claro, mucho más joven, con melena y vestido de… yo-qué-sé-qué. Y como en los cómics y en las pelis te dejan bien claro que nunca debes encontrarte a ti mismo en tus devaneos temporales, porque podrías dar lugar a las famosas paradojas temporales (o quizá fue simplemente porque no podría soportar la idea de verme de nuevo tal como era, con esa juventud insultante) decidí no mirar y me dediqué a seguir al duque que, decidido, se dirigía sin pausa hacia la Gran Vía. Por la calle principal aún circulaban coches en aquel entonces y el tráfico era insoportable. Los magníficos edificios a ambos lados estaban cubiertos por una capa de suciedad gris que casi ocultaba su belleza. En general, el conjunto era de un gris demoledor, apresaba el alma. Pero tanto pensar en mis chorradas, casi se me escapa el prófugo del tiempo. Así que tuve que acelerar el paso para alcanzarle de nuevo y, claro, ¿adónde se dirigía? Pues obviamente, al BBVA, que entonces era todavía el BBV. El edificio era igual de feo y alto que ahora, pero bueno, al menos había un gran rascacielos en Bilbao. El duque se dirigió hacia la puerta, donde un servil funcionario salió a recibirle, se parecía un poco al ministro Wert, con esa cara de jefe de Homer Simpson… Se dieron la mano y se dirigieron hacia una puerta donde ponía: “Cajas de seguridad” aunque yo leí “Cajas secretas”. Al cruzar la puerta, Urdangarín se dio la vuelta con discreción, me sonrió con esos ojos de angelito y me hizo con el dedo la señal evidente de: “no, aquí no puedes pasar”. Así que me senté a esperar en el vestíbulo. 

Al poco rato el duque salió de nuevo, ignorándome por completo (¿es que no sabe que compartimos título nobiliario?). Ya no llevaba sus maletines de dinero y andaba con prisa, como con ganas de acabar algo. Seguro que quería volver a su tiempo, al mío. Así que le seguí cuando se metió al Corte Inglés y le dio por subir hasta el último piso por las escaleras mecánicas. En aquellos tiempos sólo existían escaleras mecánicas en estos grandes almacenes y a todos nos flipaban un poco, reconozcámoslo. Y hoy en día las ponen hasta en las calles para subir cuestas, qué costumbre más fea. Total, que cuando su alteza llegó al último piso… Comenzó a bajar otra vez. ¿Estará probando mi paciencia? Bueno, yo por si acaso, le seguí, no fuera a tener que acabar pasando la noche en el Museo de Bellas Artes conmigo mismo… Pero cuál fue mi sorpresa cuando el duque, al llegar al último peldaño de la escalera, no se bajó sino que se dejó tragar por ella… ¡Menudo susto! En un segundo le había visto aplanarse en 2D, como un dibujo animado, y desaparecer dentro de la escalera… ¿Sería ésa la forma de volver al presente? ¿Sería yo capaz de relajarme lo suficiente para no morir aplastado? Ahí tuve que echar mano de todos mis recursos de yoga y meditación, respiré hondo varias veces, reforcé el estómago, intenté no pensar en nada y…. ¡Pfff! La escalera me tragó y aquí estaba, de nuevo en la Plaza de Euskadi, en nuestro tiempo, justo en el exterior de la Torre Iberdrola. Pero ya no se veía a Urdangarín por ningún sitio, ni tampoco a esa versión joven de mí mismo, ni a mis compis de la uni. Me dio pena, porque estábamos todos guapísimos, tan jóvenes…



©RM
El Museo tal como es hoy

Volví andando a mi casa, por las calles de un Bilbao soleado, de calles peatonales, de edificios limpios e increíbles estructuras arquitecturas ultramodernas. No sería capaz de probarlo nunca, pero por lo menos ahora ya sé por qué los grandes ladrones, los poderosos y bien conectados, nunca acaban con sus huesos en la cárcel. Tienen un refugio para su dinero, muy muy especial.  

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